31 de enero de 2010

Biskind & Biskind

Peter Biskind no tiene buena suerte con la traducción del título de sus libros al castellano. Si Easy Riders, Raging Bulls (How the Sex-Drugs-and-rock’n’roll Generation Saved Hollywood), su libro publicado en 1998, se tradujo como Moteros tranquilos, toros salvajes, su más reciente publicación, Down & Dirty Pictures (Miramax, Sundance and The Rise of the Independent Film) ha acabado siendo Sexo, mentiras y Hollywood. El primer título es desgraciado, y resultado de la traición de la traducción de los títulos de las películas al castellano. Easy Rider, el film de Dennis Hopper, se conoce como tal entre nosotros; sin embargo, Raging Bull, la biografía de Jake La Motta dirigida por Martin Scorsese con la que Robert De Niro ganara su segundo Oscar, se tradujo como Toro salvaje. Pero, claro, dejar la mitad del título de un libro en castellano y la otra en inglés… El segundo título es directamente equívoco: Sexo, mentiras y Hollywood es un guiño a uno de los primeros films independientes de los 90, la ópera prima de Steven Soderbergh Sexo, mentiras y cintas de vídeo, que pasó por manos de los dos principales protagonistas del libro (Robert Redford y Harvey Weinstein), pero ‘Hollywood’ es la partícula que precisamente sobra de toda la historia, porque es precisamente el cine principalmente norteamericano hecho fuera de Hollywood el objeto de estudio. Se ve que la vieja ciénaga sigue vendiendo más…
James Spacer y la masturbación, vía UGO

No cuenta mucho Internet sobre Peter Biskind, y casi todo lo que dice coincide con la solapa de sus libros. Que si editor de revistas de cine norteamericanas, que si periodista cinematográfico autor de libros polémicos… Sus libros se venden muy bien, pero no se trata de las biografías no autorizadas al uso –el mismo concepto de escandalosa biografía no autorizada me parece un camelo rosa-, sino de radiografías de la cultura cinematográfica norteamericana. Curiosamente, parece que tiene un regusto por las décadas impares del siglo XX, ya que además de los dos libros mencionados, que se centran en el cine de los setenta y noventa, Biskind es autor de Seeing is Believing: How Hollywood Taught Us to Stop Worrying and Love the Fifties, un título obviamente referencia de Stanley Kubrick que trata del cine norteamericano de los 50.
El empeño de historiar el cine con rigor y visión históricos es grande y difícil. Easy Riders, Raging Bulls lo consiguió bien, dando una visión amplia del cine norteamericano de los años setenta, encuadrándolo socialmente y sin olvidar las miserias cotidianas que a pesar de todo hicieron del libro un auténtico superventas, especialmente en el género. El libro, publicado veinte años después de la década que estudia, tiene la suficiente visión histórica para enmarcar aquellos años. Recordemos: una generación de jóvenes directores de cine recibió la confianza inesperada de los estudios de Hollywood, cuyo sistema clásico se había derrumbado económica y artísticamente durante los años sesenta. La mayoría de estos jóvenes tomaron varios postulados de la nouvelle vague y del freecinema, y se produjo una quiebra estética, narrativa, y dramática con el cine clásico –resumámoslo en una frase: todo se puede contar, todo se puede mostrar. Así, estos nuevos talentos (Spielberg, Coppola, Lucas, Friedkin, Polansky, Bogdanovich, y un larguísimo etcétera) y algunos veteranos que se sumaron al carro (Altman, Ashby, Pakula, Penn y otro etcétera de interés), vivieron una década loca, ganaron Oscars a cascoporro, hicieron que los estudios revivieran, y, desde la década de las crisis del petróleo, Nixon, Vietnam, dieron paso –o iniciaron en algún caso- al merchandising y al marketing desatados como ingrediente necesario de la distribución cinematográfica para lograr el éxito, cercenando precisamente los valores que les permitieron introducirse al obligar a rentabilizar la inversión de películas carísimas con una estrategia que limitaba a autores diferentes, y haciendo que la serie B se convirtiera desapareciendo como opción económica en favor de superproducciones que durante los reaganianos años 80 dominaron el panorama normalizando las divergencias estéticas hasta un punto vulgar en el cine norteamericano ‘de primer orden’.
El éxito de Easy Riders, Raging Bulls tenía razones: a la crónica exhaustiva y el buen análisis contextual, acompañados de sus dosis de chismes necesarios y anecdotario escandaloso de vidas al límite en época sin freno, se une la nostalgia de los setenta y el hecho de que para las nuevas generaciones, en efecto, el cine empieza en El Padrino, en 2001 Una odisea del espacio, o en Star Wars y Tiburón. Para Biskind, este éxito era una puerta a su nuevo libro. Sexo, mentiras y Hollywood es la crónica del nacimiento y venta del cine independiente norteamericano tal y como lo conocemos. En los años noventa el contexto es otro: se vive la democracia ecónomica y alegremente liberal de Clinton, el fenómeno grunge invade la música y las ONG proliferan por el mundo, y las nuevas tecnologías ya permiten hacer películas muy baratas, aunque aún no es posible intercambiarlas por P2P. Y la Web 2.0 no existe. Aún es necesario el boca a oreja, todavía no hay marketing viral, los móviles aún no son democráticos. En el cine sigue la crisis artística de los 80. Algunos nombres han nacido ya, no obstante. Ahí están Jarmusch, los Coen… Pero desde la película de Soderbergh, tanto el Instituto Sundance con su festival de cine como los estudios Miramax en la distribución y luego coproducción de películas, aprovecharon la aparición de cineastas con intereses artísticos que ni encajaban en el sistema de estudios ni querían hacerlo… y tuvieron éxito.
Cosas con las no que se atrevían en Hollywood, pero sí los Weinstein, vía bedbugbubble
Lamentablemente, Biskind no triunfa del mismo modo en este libro que en el anterior. La tentación clara es pensar que le ha faltado perspectiva, que su multitud de datos históricos es demasiado reciente (el libro se publicó en 2004) y que entre todos los árboles no ha sabido poner fronteras al bosque. Algo por otro lado comprensible en quien ha recolectado miles de testimonios de estrellas y directores en pleno éxito artístico; eliminar alguno (o más) de estos testimonios no ha de resultar fácil, también intentando seguir la visión comercial que debe tener el libro. El libro además es fundamentalmente la historia de Miramax, el estudio que Harvey y Bob Weinstein hicieron crecer de la nada, comprando pequeñas películas independientes y extranjeras, y distribuyéndolas con un marketing agresivo mientras obligaban a sus creadores a aceptar cambios comerciales en los montajes. Su pasión por las películas que ningún estudio hubiera querido producir o distribuir les avalaba. Su actitud arrogante cuando no directamente amenazante hacia los autores y su desastre de gestión a pesar de su visión de negocio les hizo figuras míticas, especialmente a Harvey, que si tuvo veleidades de director y productor a la usanza del Hollywood clásico, al final, en cierto modo, lo logró: los últimos años de la década son pródigos en ejemplos de su presión indecente para conseguir premios de la Academia con cuya posibilidad convencía a grandes estrellas para trabajar con salarios reducidos. Los Weinstein, cuando su negocio creció lo suficiente, se asociaron con Disney a la mitad de la década y comenzaron también a producir con una gran soporte económico. Bob Weinstein fundó y dirigió Dimension Films, dedicada a películas directamente comerciales que les hicieron ganar mucho dinero. Y diez años más tarde se vieron obligados a dejar completamente Miramax por diferencias con Disney, fundaron TWC (The Weinstein Company, que ahora mismo tiene varias películas en cartel), y Miramax acaba de anunciar su cierre. El libro cuenta prácticamente el día a día de la compañía desde que lanzaron Sexo, mentiras y cintas de vídeo en 1989 hasta 2002. Además de Soderbergh, consiguieron un sitio para Kevin Smith (Clerks, Dogma), Larry Clark (Kids), Darren Aronofsky (Pi), Quentin Tarantino (Reservoir Dogs y, por supuesto, Pulp Fiction), Alexander Payne (About Schmidt, Election), Billy Bob Thornton (El otro lado de la vida), Todd Haynes (Veneno, Velvet Goldmine)… Distribuyeron en los Estados Unidos a Neil Jordan, Danny Boyle, Almodóvar, Benigni… Cuando acabó la década, Chicago, El indomable Will Hunting, Gangs of New York o Shakespeare in Love, películas mucho más adocenadas, algunas con directores de encargo y todas dependientes de grandes estrellas, les subieron a la cima de los Oscar. Dimension por su lado produjo cosas como Scream o Scary Movie y ganó millones. Y el libro lo cuenta todo, casi sin descanso, hasta el agotamiento posiblemente innecesario. Los Weinstein tienen un perfil psicológico muy obvio desde un principio y ciertamente el libro ahonda en él de una manera que al final resulta cansadísima. Llena eso sí de una exhaustiva recolección de películas y de un innumerable anecdotario que aligera la función, pero…
Tarantino vendía sus películas como más gustaba a Harvey y Bob, via El País y France Presse
Hay sitio en el libro para otras productoras como October y también para la historia de Sundance, como instituto y como festival de cine independiente. El modelo del libro de nuevo se centra en la figura central del mismo, Robert Redford, que se negó a hablar con Peter Biskind para darle su visión de aquella década (los Weinstein sí que lo han hecho). Y de nuevo, el carácter incoherente, quijotesco dice la solapa del libro, de Redford, es claro desde un principio y prima toda la historia de su marca indie. Un hombre gustoso de poner dinero y dejar que el cine independiente crezca, se pueda producir y exhibir, que no quiere controlar nada del proceso, pero que respalda con ello sus negocios privados, que nombra y cesa de continuo al equipo, y que quiere saberlo todo pero sin hacer demasiado caso, en una actitud desquiciante como pocas.
Él, vía Fred Vidal
Al final, uno puede comparar las dos décadas de estos dos libros y los dos libros en sí, y verse sorprendido. En ambos casos, parece que el éxito individual de varios de los autores implicados acabó con su propia visión inicial del arte del cine. Y si en ambos casos existe la conjunción de talentos más o menos extraordinarios que en un momento concreto desarrollaron un modo de producción peculiar en la historia del cine, con obvias diferencias en los intereses estéticos y dramáticos, el éxito del ‘movimiento’ supuso en ambos casos su perdición. Tal vez sea ley de vida, que el éxito adocene, mate la creatividad, u obligue a adaptarse a una madurez no ya individual sino generacional en la que no apetecen ya demasiado las aventuras, y en la que, asombrados, se debe observar cómo crece una nueva colección de autores que hacen rodar la rueda una y otra vez.

El autor, vía Cencom










16 de enero de 2010

Jane Ambigüity

Al leer a Jane Austen hemos partido todos de una autora victoriana, más bien meapilas, beatona y tradicional, una aburrida rollera y romántica que asume el papel de la mujer a la sombra de un marido, que razonaba con justificación el sistema de dotes y rentas propio del antiguo régimen; que, en una palabra, perpetuaba el falocentrismo a mayor gloria de un hombre (el inglés) que ostentaba un imperio económico, político y sexual.

Al terminar con ella sin embargo hemos llegado a una precursora del feminismo en sus heroínas protagonistas, que con su formación humanitaria comprenden mejor que los hombre la condición humana y buscan con mayor ética y ternura una pasión verdadera en que vivir una vida con la que sentirse plenas. Son mujeres que asumiendo el mundo en que viven lo subvierten internamente y sin revoluciones, impidiendo la injusticia social y pautando un rechazo sutil del modelo masculino del poder absoluto ¿O tal vez, a la larga, fomentándolo a base de ‘sutilezas’?

¿Cómo ha sucedido esto, en cualquier caso?

No lo sé. Asumiendo que este cambio de punto de vista trasciende el interés puramente literario o artístico, entiendo que el feminismo, considerado también como fenómeno psicológico subconsciente que todos hemos interiorizado en nuestra época, ha cambiado de interpretación, o ha ampliado el punto de vista, comprendiendo más a mujeres de otra época (también a determinadas lecturas de la época actual), sin categorizarlas desde una perspectiva histórica actual y por ello injusta.
Mansfield Park es la cuarta novela que leo de Jane Austen, de las seis que escribió. Cada novela de Jane Austen leída, la última novela de Jane Austen que leo en cualquier caso, se convierte para mí siempre en su mejor libro. Quedan borrados los anteriores, incluso los personajes. Tras Mansfield Park ya no recuerdo a Mr. Darcy, o a Anne Elliot. Ahora todo es Fanny Price ingeniandóselas para rechazar las atenciones (y los dineros) del solícito Mr. Crawford, y obtener en cambio las de su querido primo y futuro clérigo Edmund Bertram mientras se esfuerza por adaptarse a la alta sociedad de la familia de sus primos una vez que estos la escogen para eludir el arroyo de su propia familia, debido a un ‘mal casamiento’ de su madre. Todo ello sin mencionar los consabido escarceos e intereses matrimoniales, inmobiliarios y económicos de la situación. Por lo que recuerdo, Fanny Price viene a ser el personaje austeniano más ‘puro’, el que pobre, sin educación y sin aspiraciones sigue siempre el dictado de un corazón limpio y una cabeza lúcida; temerosa siempre de personajes aparentemente más poderosos (en inteligencia, en posición, en dinero, en aptitudes sociales) que ella, las convicciones de Fanny rompen los muros que los tres personajes masculinos principales construyen a su alrededor. Todo ello sucede con la gloriosa sintaxis austeniana, llena de intenciones y aparentes dobles sentidos, y dentro de una estructura férrea, legible como folletín decimonónico en un santiamén.

¿Pero hay o no hay un feminismo austeniano? Esas convicciones de Fanny Price… ¿no son tal vez pensamientos reaccionarios por moralistas? ¿O son justas consideraciones al aplicar una categoría moral sin fisuras? Las relaciones en la época de Jane Austen eran sin duda retorcidas e injustas hacia la mujer, pero, mira por donde, este pensamiento aparente es especialmente contestado en Lady Susan, el relato epistolar que conseguí en colección un tanto infame de un diario de amplia tirada, y que abre esta entrada.

Lady Susan muestra que Jane Austen ha leído Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos. Es una novela epistolar con un personaje femenino central sorprendentemente (en Austen) casquivano y libertario. Susan Vernon es una viuda alegre que después de seducir al novio de su hija para impedir el matrimonio inminente –e inadecuado- de ésta, se ve obligada tras el múltiple escándalo a refugiarse en casa de su hermano. Susan no duda en usar sus encantos con los hombres, en describirlo y explicitarlo así en sus cartas a su amiga íntima, y Austen la entiende y la ve positivamente. Susan Vernon debe sobrevivir en un mundo de hombres, y en su situación, para asegurar su bienestar y el de su hija, Austen la bendice dándole una palabra sin censurar que además no es sojuzgada. La lástima de este relato es su sensación de haber pretendido ser una novela inacabada, en la que después de 70 páginas de cartas cruzadas aparece un último capítulo narrativo a modo de epílogo explicativo y frustrante. Austen suele introducir cartas en sus novelas, como es lógico dado que se trataba de un modo esencial de comunicación en su época, pero demuestra que el formato se le adapta bien a su maestría habitual. No sé, eso sí, si será un texto fácil de encontrar.

Una no muy alegre Jane Austen, via Abebooks



2 de enero de 2010

Diciembre de desconcierto

En diciembre, con la entrega de los Nobel, proliferan los artículos alrededor del dichoso premio; mayoritariamente hablan del premio actual, pero siempre hay mención a premios anteriores. Así, en menos de una semana, he leído a Fernando Savater decir que a veces el premio descubre alegrías que nunca hubiéramos conocido (Szymborska, que tiene libros nuevos publicados en castellano), a Iñaki Ezkerra que Herta Müller se hizo hipócritamente la sorprendida al recibirlo en 2009 ya que llevaba décadas trabajando las debidas relaciones públicas en Estocolmo como en su día lo hizo por ejemplo Camilo José Cela, y, finalmente, a Rosa Montero decir que no entendía para nada el premio al escritor francés J.M.G. Le Clézio, concedido en 2008.

Cuando se entrega un Nobel a un autor de una literatura que como lector me resulta desconocida, o a una figura de la que nunca había oído hablar, muestro precaución; no se trata de ir más allá de la desconfianza hacia los premios y todo eso, que en efecto es algo con lo que estoy de acuerdo, aunque también tenga su punto snob que puede impedirte descubrir buenas joyas. Se trata de escuchar las crónicas periodísticas y rechazar cosas como Elfriede Jelinek, por poner un caso. Pero… ¿y Le Clézio? Para mí era un autor desconocido de una literatura cercana, en la que podían seguramente haberse escogido otros autores más conocidos. Tal vez se tratara de uno de esos intrigantes que decía Ezkerra, aunque sin duda el criterio de alguien generalmente poco consistente como Montero no era un obstáculo para intentarlo. Le Clézio es un novelista de gran recorrido en Francia, con cierto éxito editorial, modestamente traducido al castellano, cuya biografía wikipédica resulta cuando menos apasionante por un lado, y responsable por otro de la etiqueta de exotismo peculiar que el autor tiene en Francia, y que él rechaza como ejemplo de eurocentrismo de la crítica literaria francesa.

Compré dos novelas recomendadas entre sus mejores obras: El pez dorado, La cuarentena.

Bueno, pues el desconcierto que insinuaba en el primer párrafo no se me ha pasado.


He leído hasta ahora sólo El pez dorado, que hace referencia a un pececillo ágil y bello que siempre consigue librarse a última hora de las situaciones comprometidas. Es la historia de Laila, una niña norteafricana raptada y llevada a vivir a la ciudad. A partir de ahí mil peripecias la llevan entre la familia que la ‘adopta’ (ejerce de nieta de una mujer mayor que la educa), las prostitutas de un burdel que la acogen cuando la abuela muere, su viaje como ilegal a París, y su vida allí en sótanos y pisos patera, con problemas con hombres y policías pero también con la ayuda de algunas mujeres, hasta llegar a los EE.UU., hacer inesperados pinitos en el mundo de la música, rechazar una vida mejor y volver a su país, en un final aún más utópico que tópico.

Sí, lo sé, suena fatal. Un argumento de folletín neoprogresista. Pero, como de costumbre, el estilo es el mensaje, si es que lo hay. El tono muestra cierto desafecto en una exposición aparentemente neutral de hechos, con descripciones realistas tipo nouveau roman, y en el que no hay juicio moral subrayado alguno, y la protagonista no es un dechado de valores. Suspendemos nuestra moral en su favor como protagonista que es, pero me temo que esto responde a un esquema mental del lector más que a una intención del autor.

La novela consume episodios con una rotundidad pasmosa, sin preocuparse más de sus personajes secundarios, y sin interés por la construcción que cierre con precisión las historias secundarias que giran alrededor de la tiránica trama central. La falta de una supuesta emoción sensible, que la descripción de los ambientes exóticos o de los hechos sórdidos sea idéntica a la de la vida en las grandes plazas y apartamentos del primer mundo, eliminan el tono best-seller. Pero, claro, el precio es la frialdad, el desapego tras la lectura, la extrañeza ante el uso de algunos tópicos (el final, la protagonista exótica, el rollete literario afrancesado, la aparición del talento en el lumpen), el desconcierto ante la falta de aparente denuncia: no hay juicio, hay hechos, hay sucesos. Y tal vez no sea frialdad, sino una sensibilidad desarrollada en un plano estético e intertextual, una novela pensada con la cabeza pero no escrita con las tripas, una emoción intelectual alrededor del drama de la modernidad de Occidente frente a la inmigración.

Dicho lo cual, es posible que me pase lo que a Rosa Montero, que no entienda bien por qué le han dado el premio. Pero tal vez eso sea un valor, y no lo contrario.