27 de enero de 2022

El guionista más inteligente del mundo



Watchmen es ya un clásico del cómic, uno de los hitos relevantes en el reconocimiento de este arte desde finales del siglo XX, y una de las obras que dio un prestigio y fama inmensas (junto sobre todo a From Hell y V de Vendetta) a su guionista, Alan Moore. Hace 25 años leí sólo el Volumen 1, El Comediante, publicado independientemente, y no me gustó. El intercalado de textos un poco anodinos me aburría, y, aunque recuerdo desde aquel entonces las viñetas diseñadas en una continuidad que, antes de leer teoría del cómic, pensaba en la práctica que era puramente cinematográfica, tampoco el dibujo -obra de Dave Gibbons- me atrajo en exceso; en esto tiene influencia mi escaso interés por el mundo sobreexplotado del superhéroe, que, en el caso de Moore, me parecía que utilizaba conceptual y culturalmente mejor en La Liga de los Caballeros Extraordinarios.


El Comediante usa atributos nacionalistas en su vestimenta

Pasaron los años para Watchmen, llegó una película de Zack Snyder (que era apreciable), una serie de TV (que no vi, pero de la que dicen maravillas), y en este tiempo compré el volumen único que reúne los doce capítulos de este trabajo, en 400 páginas, tapa dura, y unos cuatro kilos de peso. Los resultados han sido distintos. ¡Los resultados nos sorprenderán a todos!

Watchmen presenta una ucronía distópica en 1985 en que los EE.UU. ganaron la guerra de Vietnam, hecho que Nixon aprovecha para perpetuarse en el poder y seguir siendo presidente. La guerra fría sigue adelante y la posibilidad de una guerra nuclear crece cuando se produce la invasión de Afganistán. El apocalipsis atómico parece cerca… EE.UU. había ganado la guerra gracias a un arma inesperada: el Dr. Manhattan, un hombre que sufrió un accidente en unas instalaciones nucleares pero que pudo sobrevivir recomponiendo su estructura física, dotado de todo tipo de poderes y una percepción global del espacio-tiempo. El Dr. Manhattan forma parte de un equipo de héroes encapuchados, ya sin poderes sobrenaturales, que el guion introduce como una tradición de país (la justicia encapuchada), que ya tuvo una banda de estos vigilantes en los años 40, y otra entre los 60 y 70. El resto de la peculiar nómina de esta última patrulla forma parte de la fascinación que causa Watchmen: un bufón fascistoide y cínico conocido como El Comediante; un justiciero vengativo que usa una máscara cambiante de imágenes del test de Rorschach, llamado así precisamente; un trasunto taciturno de Batman llamado Búho Nocturno; una chica, Espectro de Seda, que actúa de cuota femenina interviniendo de trasunto amoroso -o carnal- entre ellos; y Ozymandias, el hombre más listo del mundo, ahora filántropo y empresario. En 1985, cuando se desarrolla la historia, el grupo está ilegalizado por una ley de 1977, pero El Comediante y el Dr. Manhattan trabajan para el gobierno. Un día, El Comediante es asesinado. El Dr. Manhattan, que psicológicamente parece desestabilizado, es acusado de causar cáncer a sus personas cercanas y decide exiliarse (¡a Marte!). Ozymandias sufre un atentado… Rorschach decide investigar qué pasa, mientras la escalada política se encamina a la aniquilación de la especie y el planeta.


Rorschach, fascinante y aterrador moralista imbuido de pureza y violencia

El volumen entero de Watchmen lógicamente sigue manteniendo una buena cantidad de textos intercalados entre los capítulos. Son crónicas de algún vigilante de la época anterior, fichas policiales y psicológicas de la policía, diarios, etc., que se integran en la narración pero que desde un punto de vista dramático no parecen ni especialmente conseguidos (adrede, claro está) ni aportan información que no parezca subrayada de la acción principal. Pero Watchmen es un libro cuya historia va creciendo en ramas y bifurcaciones continuas. La investigación de Rorschach incluye (metodología Rosebud), visitas y explicaciones de otros vigilantes. Los capítulos con frecuencia incluyen montajes paralelos de dos y hasta tres historias a la vez, y la complejidad va en aumento. Tal vez estos textos querían ser un respiro de sencillez expositiva frente al alarde no ya sólo narrativo sino conceptual de la parte gráfica, el cómic en sí, pero son contrapuntos que a veces tienen un aire algo paternal. El concepto gráfico es denso: de capítulos construidos como un espejo de sí mismos, a motivos repetidos en las viñetas, ampliaciones y reducciones de foco interesadas, e historias paralelas que hablan entre sí y permiten avanzar a la historia que no es propia, todo tipo de saltos narrativos, contrastes y juegos de color para definir personajes, lugares y también emociones, e inclusión de diferentes tiempos en un mismo momento… esta telaraña visual viene a ser un reflejo narrativo de uno de los temas centrales del libro: cómo los sistemas complejos del mundo, que nadie consigue aprehender completamente, ejercen el poder. Quien podría entenderlo, el Dr. Manhattan, lo entiende todo a la vez y inevitabilidad del conocimiento profundo le sume en la indiferencia y la inacción: la conclusión es que Dios es inútil.

Dr. Manhattan, es difícil ser un Dios

En Watchmen desde luego se observan los suficientes elementos de genio creativo: además de la estructura, el diseño y la profundidad psicológica de los personajes y la interpretación son un tanto inéditas en el género de superhéroes, asentado también en que los modos de representación de la distopía histórica que propone la historia dan verosimilitud a personajes y situaciones imposibles. La tragedia del Dr. Manhattan y su relación con el poder y su ejercicio tiene tintes shakespearianos, y es un hallazgo memorable de integración de lo sobrenatural en el realismo. La perturbación psicoanalítica de Rorschach o la fascistoide del Comediante resumen la relación entre el lobo solitario y el sentido americano de la justicia mediante sus disfraces metafóricos y políticos al mismo tiempo. Ozymandias bien podría ser el guionista oculto que interpreta mejor que nadie hechos y personas.

Ozymandias, un astuto conspirador convencionalmente ansioso de poder

El arte sistemático de Moore se revela al lector con las muestras de guion del final del volumen, que incluyen indicaciones precisas del diseño de cada viñeta y de cada página, en una descripción sorprendentemente prolija de planos, encuadres, distancias y efectos, sumado claro está a diálogos e intenciones sobre el impacto a buscar. La intensidad es ambiciosa en un sentido clásico, y el resultado aparenta obsesión, excesivo, e incluso hiperrealismo. Es un texto (el de apenas diez viñetas) de trabajo, para que el dibujante plasme el guion, pero encierra en sí el poder del cómic como arte, desde el planteamiento al resultado global, donde el texto anticipa la emoción y el significado de la imagen, y Moore ya predispone el lenguaje visual completo de esta obra.

Búho Nocturno y Espectro de Seda, frustración vigilante pero simpatía enamorada

Watchmen es una obra distópica desencantada con la hipocresía de la sociedad occidental, y sus páginas anticipan un futuro imposible para la humanidad. El valor de leerlo treinta años después es particular: es imposible no apreciar su nihilismo premonitorio, pero ya no sentimos la amenaza nuclear, de carácter político, sino la ambiental, de mucho más contenido económico. El inimaginable gobierno estadounidense pseudofascista que Moore imagina con Nixon y Kissinger aún en el poder en Washington ya ha sucedido y su fuerza desestabilizadora está presente, pero, contrariamente a lo que pensaríamos, su ausencia de la escena internacional resultó en ser el menos belicoso de los gobiernos norteamericanos. La distopía de Watchmen culmina en un sacrificio trágico que redime a la humanidad y conciencia a sus poderes en el valor de lo común. Parece un final feliz, pero es imposible en la realidad, ni parece que realmente el autor se lo crea. Watchmen es aún una historia de la Guerra Fría, un estertor de la II Guerra Mundial. Ahora estamos en otra fase, pero el retrato de los mecanismos de poder es igual de válido. Sí, es un libro descomunal, inteligentísimo, pionero, fundacional.

Alan Moore, vía

Dave Gibbons, vía


4 de enero de 2022

Veni, Vidi, Victus


No es menor la ambición histórica de una novela como Victus desde su título y desde el título de sus tres partes principales, que emulan a César, y que sirven a Albert Sánchez Piñol para dirigir a su imposible personaje, Martí Zuviría, en su devenir por la Guerra de Sucesión española. Victus, novela arrolladora y arrebatada, también agotadora, cuenta con el subtítulo Barcelona 1714, que evita toda duda sobre su tema. Publicada en 2014, coincidiendo con el tricentenario de la caída de Barcelona en manos de las tropas borbónicas, Victus parece celebrar a la par que denunciar el carácter catalán, y, con los años, funciona como espejo inesperado del otoño de 2017, sobre el que ‘hace sombra’, parcialmente por supuesto. Es, claro está, una novela deliciosamente analizable, llena de elecciones particulares del autor, en ocasiones gozosas, pero también discutibles.

 Vauban, arquitecto de fortalezas

Zuviría es un chico de Barcelona que por avatares varios de la vida acaba estudiando bajo la tutela de Sébastien Le Prestre, marqués de Vauban, el prestigioso constructor de fortalezas de Luis XIV. Su enseñanza es iniciática, con ritos de paso gremiales y semimasónicos, que permiten al chico adquirir un conocimiento importante en las artes de construir fortalezas consideradas inexpugnables, y de… diseñar y construir también las trincheras de ataque capaces de expugnarlas. Esta contradicción en la sabiduría que adquiere se instala en su vida y carácter, pusilánime, ambivalente, algo traicionero, bisexual por conveniencia, hasta que finalmente ve la luz y abraza la causa de la defensa imposible y suicida de Barcelona. El suyo en teoría es también un viaje interior y simbólico, representado en su búsqueda de una palabra o en los puntos de maestría que va adquiriendo literalmente según cumple los criterios de su maestro. Pero todo ello lo narra nada menos que a los 99 años, cuando ya ha empezado incluso la Revolución Francesa, y dictando sus recuerdos de la guerra de su juventud a su escriba ayudante…

Berwick, dirigió el asalto final a Barcelona

Victus tiene varias vocaciones, todas ellas arrastradas por su personaje principal. Zuviría desprecia a su escriba (una mujer alemana llamada Waltraud) con todo tipo de calificativos machistas imposibles para su época y más dignos de Queipo de Llano que otra cosa. ¿Por qué este perfil, me pregunté todo el libro, cuando se nota que no es una argucia necesaria para la habilidad del autor en atrapar al lector? Este lenguaje de Zuviría se traslada al texto en otros ámbitos con frecuencia, y Sánchez Piñol juega, sin definir, a que Zuviría es consciente de que ‘le escriben’ su historia y que no puede en realidad controlarla (lo cual es un punto atractivo que además es útil para justificar según qué excesos, sí), y el artificio y la suspensión permiten aceptar este lenguaje de nuestra época para un hombre culto, por amargado que esté, del XVIII. ¿Inevitable, porque hay que acercar el relato histórico al lector de hoy? Probablemente sí, de manera lógica y admisible en lo comercial, pero la costura tan visible me desagrada más que al propio Zuviría, que no deja de ser un pícaro afortunado en grado sumo: sobrevive a ahorcamientos, palizas, heridas de fuego de gravedad, etc…) y, a pesar de ello, se le supone una vida plena, incluso en lo intelectual, y llega a viejo.

Villarroel, dirigía la defensa de la ciudad

El ritmo endiablado de Victus, el personaje de ficción que se relaciona con casi todos los grandes de un acontecimiento así (forzando varios hechos: el peor probablemente por intrascendente en la trama es que Rafael Casanova fuera su abogado), el detalle técnico que aparenta exhaustivo y que Sánchez Piñol complementa con mapas y dibujos ‘del momento’ a cargo de Xavier Piñas y Joan Solé (es inevitable pensar en el Austerlitz, de W. G. Sebald, aunque dramática y desarrollo no se parezcan en nada) presentados y mencionados al lector con desparpajo casi libertario, las vicisitudes que le hacen crearse enemigos recurrentes que aparecen y desaparecen -como en un serial-, la habilidad en el retrato del pícaro y sus aventuras que le llevan de los borbónicos a los austracistas pasando por los miqueletes… todo ello contribuye, con sus descripciones vigorosas y rudas, con sus dosificaciones de desmitificación de la Historia, a crear una pieza adictiva de narración, incapaz en ocasiones de controlar una espiral de acontecimientos límite, que son los que llevan a cierto agotamiento por exceso, y que pasa por el lector como un ejército del XVIII: arrollador, sin dejar heridos. Es imposible apartar Victus de las manos, hay que seguir y seguir hasta la derrota final.


Archiduque Carlos de Austria, aspiraba al trono de España

Victus, como decía, proyecta por supuesto su sombra sobre la actualidad, y en la simpleza de su parábola histórica aparenta explicar claves de un presente posterior a la escritura y que el autor recoge del pasado: el terror a ser llamado botifler, la guerra social con un poder local siempre elitista que prefiere aplastar cualquier potencial pérdida del statu quo, y un pueblo entregando su sentido de la esencia mientras construye (¿conscientemente?) sus mitos futuros. La visión del pasado permite describir crueldades, errores políticos buscados, luchas ególatras por el poder. Hasta en Villarroel se adivina un mayor Trapero… o al revés, claro. Por inevitable que sea leer 2017 en Victus, por inevitable que a un autor literario actual le sea emplear un lenguaje imposible por un personaje inverosímil, el valor literario es que el poder del relato y su ritmo interno funcionen autónomamente por encima de la Historia, desde luego.

Albert Sánchez Piñol (vía)