29 de abril de 2016

El eslabón perdido y el plan quinquenal


Dado que los libros llaman a los libros, los escritores también llaman a los escritores. Que Slawomir Mrozek fuera uno de los escritores amigos de Wislawa Szymborska fue una de las revelaciones de la biografía de la poeta polaca. Creo recordar que Szymborska afirmaba que era el más brillante y divertido de todos, y dado que no era mujer pródiga en vacuidades, apunté el nombre, conseguí esta novela ilustrada en una librería de Barcelona, y… bueno, no, Szymborska, como casi siempre con los libros y los autores, no se equivocaba.


Huida hacia el sur es una sátira divertidísima con una premisa absurda: un inteligentísimo simio, que se reconoce a sí mismo como el eslabón perdido de la evolución (además de primo carnal del Yeti) vive secuestrado en la Polonia del socialismo real por un pérfido feriante que se aprovecha de él. Llega a un pueblo donde tres adolescentes le descubren, pero el simio les convence de que le ayuden en su huida por el país para intentar regresar a sus amadas islas del sur. Pero los trámites propios del país, la persecución del feriante, y el propio aspecto del simio  no lo van a hacer fácil.


La novela es una profunda burla al sistema comunista y su implantación en Polonia, que trabaja a varios niveles. Tenemos los dirigentes paralizados por temor a cualquier decisión equivocada en los pueblos que recorren los protagonistas, pero también un absurdo sistema de transporte, una fábrica comenzada por la chimenea (para dar más moral al pueblo), o un fabricante de zapatos izquierdos que desecha los derechos por un concepto equivocado de aumento de demanda. Pero, más sutilmente, está el secuestro del pueblo, la aceptación de los diferentes, la pérdida del progreso y el pensamiento científico, y la mordacidad respecto a la vanguardia cultural. El ritmo es vertiginoso, y la aceptación satírica de los hechos se da de modo directo, con arquetipos cómicos a veces absurdos, y sin demasiadas concesiones al realismo (aunque si tu novela está protagonizada por un simio disfrazado de folklórica que diserta sobre filosofía, el realismo o el naturalismo seguramente te importan poco).


El libro tiene además ilustraciones propias del autor, prácticamente una por página, con aspecto de borrador a rotulador negro pero francamente simpáticas. La brevedad del volumen es también un valor, dado que la anécdota queda definida en un tamaño justo y efectivo. El primer espectáculo anunciado del feriante en la novela llega con un evidente ‘Godot ha llegado’, que introduce genialmente la trama en el absurdo, y muestra en una sola declaración cómo veía Mrozek Polonia y su futuro. Por intenciones, momentos, y capacidad cómica sobre el tema, esta genialidad me ha recordado al también muy divertido Vladimir Voinóvich.

Slawomir Mrozek (vía)

19 de abril de 2016

La soledad del enamorado


Austerlitz (además del título de un buen libro de W.G. Sebald, y, por supuesto, una batalla napoleónica) es la estación de París de la que salen y a la que llegan los trenes de España. A esa estación llegaría algún día el protagonista de esta novela, a finales de los ochenta o principio de los noventa probablemente, un joven homosexual de buena familia que desea románticamente hacerse pintor, pero también romper con la presión familiar en Madrid. Este protagonista sin nombre, años después, recuerda que su fracaso le llevó a ser acogido en casa de un maduro obrero normando, Michel, que, treinta años mayor y de clase social más baja, le aloja en su estrecha habitación durante unos meses. Recuerda la historia de amor y pasión de esos breves meses, interrumpida porque el joven consigue mínimamente prosperar y prefiere tener una habitación propia, y, sobre todo, Michel contrae el mal (que, como el protagonista, tampoco se menciona con su nombre en la novela).

Estación de Austerlitz en París (vía)

Es difícil alrededor de este libro despojarse de un carácter literario tópico, pero supongo que es necesario mencionarlo: París-Austerlitz es la novela póstuma de Rafael Chirbes, un autor del que leo mi primer libro, aunque curiosamente he regalado algún que otro ejemplar de En la orilla, novela que junto a Crematorio (de la que hubo serie de TV), figuran como crónicas imprescindibles de los años de fiesta de corrupción y burbujas inmobiliarias que ha vivido España, y que le han dado fama al autor. Dicen las reseñas que el estilo es diferente, que Chirbes llevaba veinte años escribiendo París-Austerlitz, y que la novela tiene referencias autobiográficas; su localización coincide con años que Chirbes pasó en París. La novela es corta, 150 páginas, pero está finalizada (su alucinado párrafo final no deja lugar a dudas).

Me gustaría interpretar esta historia en los varios niveles que tiene, varios de los cuales son apuntes bien integrados en su núcleo central, que es el recuerdo de la pasión cercenado por la enfermedad. El tema, publicado y escrito en 2016, resulta algo anticuado en cuanto a la desgraciada vivencia del SIDA en los ochenta, lo cual obviamente no invalida el posible testimonio, pero, en un tiempo en que el encaje del VIH en la sociedad ha cambiado, la percepción parece un salto atrás. No es un libro de denuncia, puesto que Michel tiene su mayor integración en su barrio y en su fábrica por obrero. Pero la relación desmonta todos los tópicos: la diferencia de edad, la diferencia de clases (con la inversión económica en el momento justo del protagonista), el gusto de Michel por los inmigrantes… El canon aún sigue diciendo que esto no puede salir bien, como si nos sumáramos no con alegría pero sí con resignación al fracaso de lo poco normativo.

En Chemsex, el documental sobre la vida actual de comunidades gays en Londres, algunos hombres prefieren estar contagiados del VIH para poder tener relaciones sin prejuicios con parejas desconocidas posiblemente también infectadas

En el retrato de la tormenta de sentimientos del protagonista encuentra especialmente Chirbes sus mejores momentos. El significado de la posesión homosexual –acompañémosle el dominio de clase social-, de la imagen espejo en una pareja de hombres, y la degradación de la carne acompañada de la degradación del amor y de la solidaridad, se describen con excelentes imágenes de amargura mortuoria, espero que más debida a la coherencia del estilo que a la cercanía de la propia muerte del autor (aunque será imposible saberlo), y al menos a mí me han transmitido una profunda visión de la soledad en que se encuentra, sin pensarlo, el enamorado. La continuidad en los tiempos de la novela es ágil, las claves de la historia se conocen desde un principio, y, no dejando de ser un tema trillado, la novela resulta impactante y novedosa. No, no tiene escenas eróticas, y, como único comentario complicado, destacaría que no tiene demasiado sentido el uso del francés en las frases sueltas de Michel en que se emplea, aunque a un joven español le resulte imposible no utilizarlas. Literariamente, claro.

Rafael Chirbes, fotografiado por Mikel Ponce (vía)



8 de abril de 2016

Cronista


Siempre es un placer recuperar libros de Will Eisner. Un placer completo, que siempre supera la expectativa, que acaba ganándote el intelecto o el corazón en la esquina menos esperada. Este volumen, Nueva York, La vida en la gran ciudad, se compone a su vez de otros cuatro libros escritos entre 1981 y 2000: Nueva York: La gran ciudad, El edificio, Apuntes sobre la gente de ciudad, y Gente invisible, y, cada uno de ellos cuenta con una línea argumental de cierta fragilidad pero que sirve de excusa para articular historias cortas en general de unas pocas páginas, aunque también hay páginas únicas o simples retratos de las calles. Eisner de vez en cuando aparece retratado con su abrigo y gorra a pie de calle, registrando en su cuaderno apuntes del natural, alimentando su papel de cronista de la vida de la ciudad, y su interés en mostrarla en su medio de expresión.


Dedicadas casi por completo a historias costumbristas de Nueva York, aunque no necesariamente ligadas a la ciudad y su propia historia o particularidades, Eisner describe en general una ciudad oscura y melancólica, con personajes que se decantan entre ruines y desamparados, pero casi siempre individualidades aplastadas por la vida y los acontecimientos a su alrededor. En muchos casos, cada historia personal comienza con el entusiasmo vital que dan los pequeños deseos y retos que alientan a estos personajes, diríase que imbuidos de la propia vitalidad de la ciudad, para intentar superar sus problemas. No obstante, Eisner casi siempre impone una visión realista, y rara vez el destino de los personajes es la felicidad, como mucho puede existir una continuidad del estatus y poco más.


Al magnífico –por preciso, por agudo- uso del retrato y del gesto por pequeño que sea el dibujo se une el juego del blanco y negro con el entintado utilizado para encuadrar o para contrastar a la hora de subrayar la emoción de cada relato específico. En su trabajo están además muchísimos recursos del lenguaje que contribuyó a crear, y es fascinante observar que tantos relatos diferentes pueden adoptar la forma adecuada a partir de varias técnicas narrativas, sin subrayados ni supuesta brillantez de autor. Eisner tiene derecho a colocarse como observador, pues casi todas las historias participan de su interés por indagar en los motivos de sus personajes.


Ahora que todos hemos leído muchas más novelas gráficas y sabemos que es un medio que puede narrarlo todo, Eisner se revela como un Cervantes o un Hitchcock de su arte. Eisner fue a la vez inventor y descubridor de su medio, dejó una obra aparentemente ligera –y por ello encantadora- pero reflexiva, en la que además indaga sobre el lenguaje. Disponemos, sí, de una crónica de una ciudad tan alegre como dura, pero sobre todo de un mayor conocimiento de la condición humana en un hábitat complejo, entregado por un observador del hombre concreto que se preocupa por transmitirlo en forma de arte.


Will Eisner (vía)