Octubre es la
narración apasionada y apasionante de China Miéville,
escritor británico de novelas de ciencia ficción, sobre los hechos de 1917 en
Rusia. Publicada con el impulso del centenario del año pasado, dedica un
capítulo a los abundantes y sorprendentes acontecimientos sucedidos cada mes
desde febrero a octubre de 1917, especialmente en Petrogrado, capital entonces
del país y centro de todos los movimientos políticos esenciales del momento.
Lenin (vía)
La Historia
de la Revolución Rusa es sin duda imposible de contar en apenas 400
páginas, pero Miéville triunfa especialmente en el ritmo narrativo impecable
que aplica, que entiendo pueda proceder de su dominio narrativo en novela, y
que se ajusta excelentemente al acelerón de la Historia que las revoluciones
representan y de las que la Revolución Rusa es ejemplo fundamental en el siglo
XX. Cierto es que el periodo histórico que escoge es deliberadamente corto:
apenas un capítulo prólogo que resume los movimientos previos a febrero, con
lógico foco en el intento
revolucionario fallido de 1905, y un epílogo necesario ya que desde el
asalto al poder de los bolcheviques en octubre hasta la consolidación del mismo
todavía pasarán años en que la Revolución no estuvo totalmente asentada.
Soviet de Petrogrado (vía)
Por espacio, es obvio que Miéville no entra en dos de los
puntos centrales a estudiar en un libro histórico con este tema. Por un lado,
una mayor profundización en los perfiles psicológicos de los protagonistas
principales. Los apuntes son escasos para varios protagonistas esenciales hoy
olvidados, breves respecto a Stalin, Trotski o Kerenski, y algo más abundantes
para Lenin, pero más por el peso de sus apariciones, sus ausencias, y sus
textos con sus argumentos volubles en el devenir de los hechos que por interés
en su perfil. No hay excesiva objeción a ello dado que la acción se impone a la
psicología en la narración en sí. El otro punto central es el ideológico: la
distinción entre el rosario de movimientos que florecieron en 1917, algunos de
formación anterior, y sus facciones internas, junto con sus consideraciones
ideológicas, forma parte de una serie de decisiones esenciales en el relato. De
nuevo no son imprescindibles en la narración directa: se entrevén las
diferencias entre mencheviques y bolcheviques –Miéville tiene a bien explicar
el significado de los nombres, literalmente ‘minoritario’ y ‘mayoritario’, en
referencia a un congreso primigenio que dentro del marxismo ruso venció la
fracción mayoritaria de Lenin, que se dio ese nombre-, entre revolucionarios y
contrarrevolucionarios, algo menos las de los eseristas,
y, en todos los casos, las fronteras entre los partidos cuando sus facciones
son de derechas o de izquierdas parecen relativamente asimilables al eje
Revolución-Contrarrevolución. Pero, procediendo de un escritor que se define
como trotskista, este simplismo en el campo de las ideas es un poco
desilusionante y es superado ampliamente por el de la justificación del acceso
al poder y su ejercicio.
Aleksander Fiodorovich Kerenski (vía)
Es curioso que algunos de los dramas principales de la
Historia de la Revolución Rusa que incluso yo estudié en el bachillerato siguen
ahí como temas: la escasa preparación de la sociedad principalmente campesina y
la imposibilidad (dentro de las mecánicas marxistas) de desatar una revolución
proletaria antes que una revolución burguesa o liberal como las francesas de
los siglos XVIII y XIX; el conflicto entre el internacionalismo bolchevique y
la situación de la I Guerra Mundial con la consiguiente adscripción del
ejército a la primera línea de la Revolución. Otros sí son distintos: ni
aparece el término comunismo (aún no acuñado), se afronta aunque sin solución
si la Revolución es por su propio carácter germen de injusticias incluso
mayores que las que denuncia (o, como se lo pregunta Miéville: ¿Lenin lleva necesariamente a Stalin? Él
piensa que no, pero cree más que legítima la duda), y se explican procesos creados
de alto interés para el devenir social del siglo XX, desde el sufragio femenino
a las estrategias políticas de izquierda. Es imposible para cualquier seguidor
de la realidad política actual no observar ya en la Revolución de 1917 los
procesos con que los partidos políticos se mueven en su lucha por alcanzar sus
objetivos. No creo que Miéville sea desconocedor de este aspecto de inmenso
valor (que en la Revolución fue convulso por factores que iban de la novedad a
la falta de ley y legitimidad claves en los poderes que realmente tenían el
Gobierno, los Soviets, o los partidos), y probablemente forme parte de su
interés dado el minucioso relato de varios episodios en este sentido.
El no tan heroico ni sangriento como se cuenta asalto al Palacio de
Invierno (vía)
Octubre transmite
como libro una gran fuerza. Miéville tiene simpatía por los revolucionarios,
como es lógico, y piensa que no existe fatalismo por definición en la
resolución que como proceso histórico tuvo décadas más tarde. Que hay un valor
incluso mayor en su impacto histórico: la Historia puede cambiarse, los hombres
pueden hacerse dueños de su destino frente a la explotación y vejación
continuadas, y ni una monarquía imperial de siglos está a salvo. Siempre he
pensado que las revoluciones tienen mejores resultados para quienes no las
viven de manera directa, pues sobrevivir a ellas es complejo y los excesos que
por naturaleza cometen no se restauran fácilmente. Es probable que sin la
Revolución Rusa la relación entre el capitalismo y los avances de la
socialdemocracia hubieran sido diferentes. Este es un juicio ambiguo que obvia
muchos movimientos históricos habidos en cien años, pero sin la presencia del
oso soviético el estado de derecho occidental seguramente habría tenido una
formulación diferente tras la II Guerra Mundial. Y si miro hoy a Rusia, lo poco
que en verdad sé de ella, lo que escriben aquí y allá, parece que en efecto los
rusos aún no han podido realmente beneficiarse de lo mejor que dieron aquellos
diez meses de 1917 y aquellos
diez días de octubre que conmovieron al mundo.
China Miéville (vía)