La lectura de Letricidio Español. Censura y novela
durante el franquismo (de Fernando Larraz) fue una puerta a novelas de
autores que conocía pero apenas había leído. Uno es Ignacio Aldecoa, del que
pude comprar en un rastro una edición de 1962 de su exitoso Con el viento solano, una novela que
figura entre las censuradas con varias tachaduras en el excelente informe de
Fernando Larraz. La edición que he leído es por tanto mutilada, porque según
Larraz esta novela no ha conocido aún una edición que recupere su versión
previa a los censores.
Como La parranda,
el libro del escritor Eduardo Blanco-Amor al que tanto reivindicaba también
Fernando Larraz, Con el viento solano
se inicia con una gran borrachera entre hombres sin recursos, y apenas futuro,
del campo español. El protagonista es ahora Sebastián Vázquez, un gitano de
Talavera que mata a un Guardia Civil que le perseguía tras haber tenido una
pelea en un bar por un mal beber. Durante una semana, Sebastián deambula por
pueblos castellanos y se llega a Madrid, visita amigos, se encuentra con
personas que le ayudan, y sobre todo intenta ver a su madre pronto para poder
despedirse de ella porque sabe cuál es su destino y futuro.
La versión cinematográfica fue escrita también por Ignacio Aldecoa y dirigida por Mario Camus en 1966
Con el viento solano,
un libro de 1955, no es una novela tan tremendista como las de una década
antes, pero sí tiene un poso importante de miserabilismo español, además de un
lenguaje realista (cuyas expresiones malsonantes figuran entre las tachadas por
los censores, además de aquellas consideradas contrarias a la Guardia Civil), y
una dicotomía entre el lacerante pesimismo determinista de quien conoce las
consecuencias seguras de sus actos, por arrepentido que pueda llegar a estar, y
el humanismo presente en la generosidad de las figuras que Sebastián encuentra
en el camino, encerrando en ello un discurso sutil sobre la naturaleza del
hombre y sus relaciones.
Aldecoa estructura el relato en seis capítulos, con cierta
simetría entre ellos (cada uno tiene un despertar y un acostarse, suele tener
uno o dos encuentros significativos) y en el conjunto del relato (que empieza
con una borrachera y tras días de sobriedad acaba con otra). El realismo del
lenguaje es tal vez más forzado que el de otros colegas de generación: Aldecoa
domina sintaxis y vocabulario, pero tal vez tiene menos fluidez que un Delibes
por ejemplo, o tal vez resulte de mucho peso el psicologismo en la mente de Sebastián
para un personaje así. Uno está tentado de ver al brillante chico de ciudad
universitario retratando con profundidad y lucidez las miserias de los
desamparados, pero tal vez faltándole la comprensión íntima del mismo, que me
resulta más urbana, por así decir, de
lo debido. La novela no obstante se lee con el placer de voces ya olvidadas en
nuestros diálogos y expresiones, y atesora momentos de sensualidad inesperada.
Curiosamente, es la segunda novela de un díptico que completa El fulgor y la sangre, la historia de
las mujeres de los guardias civiles que esperan encerradas en el cuartel
conocer quién es el guardia que ha muerto tiroteado por Sebastián. Un
experimento literario curioso cuya lectura intentaré completar, aunque parece
que no biblioteca mediante: en Bilbao los ejemplares no están disponibles,
aparentemente por mal estado.
Ignacio Aldecoa (vía)
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