26 de julio de 2019

Don Miguel

 


Habría sido probablemente más adecuado leer más libros de Unamuno antes de afrontar este volumen que me llevaba tiempo esperando entre las lecturas pendientes. No se trata en cualquier caso de una biografía, sino de una serie de ensayos escritos por María Zambrano desde el exilio a principios de los años 40 sobre uno de sus principales maestros filosóficos (el otro, profusamente nombrado en el texto, es José Ortega y Gasset). Algo repetitivos y deslavazados, estos ensayos no tuvieron continuidad y no fueron publicados; algunos llegaron a ser conferencias, pero el hecho es que la autora no los revisó críticamente para preparar una edición adecuada, y, finalmente, la Fundación María Zambrano los reunió, dotó de cierto orden, e imagino que con el prurito preservador que se le supone a las fundaciones, no sometió a edición crítica el texto. Un texto que, no obstante, brinda elementos de análisis de alto interés sobre la personalidad intelectual de Unamuno y su desarrollo en su obra y expresión vital y literaria general, que parte obviamente de alguien que le conoció y estudió, y con quien compartía intereses filosóficos.

 
Miguel de Unamuno en los años 30 (vía)

La personalidad fundamentalmente disidente y contradictoria de Unamuno es aún recordada. Su afán por la controversia, sus cambios de opinión debidos a avatares de su vida y su profesión, y su capacidad de expresión para apuntalar sus opiniones, con un dominio de la palabra que le hacía genio en el arte de la réplica, forman parte de una convulsión hoy paradójica que Zambrano achaca a una personalidad alineada con el romanticismo y el idealismo alemanes, que hicieron del yo la realidad radical, trascendental por excelencia. La convicción de Unamuno era además que ser escritor consistía también en ser original, lo cual, junto a dicha permisibilidad de su tiempo para hablar desde el extremo personal, le dieron forma. Según Zambrano no es por tanto de extrañar que a personalidad tan arrolladora el ansia de vivir y la posibilidad de inmortalidad le amargaran la vida, y, dado el tiempo que le tocó vivir, le llevaran al debate religioso como caso único de su tiempo, al ser según la autora el único pensador de su tiempo que no practica la inhibición religiosa. En un tiempo en que las ideologías se afanaban en sustituir el espacio hueco que Dios había dejado, Unamuno aún discutía del combate entre la fe y la razón, resumido como ensayo en el sentido, emotivo, poético, Del sentimiento trágico de la vida.

Muy peculiarmente, tanto el debate religioso como la exacerbación del yo encajan con una visión particular de la filosofía como especialidad que Zambrano observa al contrastar su práctica en España como una filosofía alejada del abstraccionismo germánico, y modulada por el poder de lo metafórico y lo poético en el pensamiento, con un apego incluso amoroso a las cosas. Zambrano no puede sino escribir desde su exilio de 1940 con la lágrima aún viva por la España perdida, y todavía impregnada de una necesidad no ya filosófica sino esencial, ontológica, por definir el carácter de lo español como categoría. Una época en que ni los enemigos vencidos por el ultranacionalismo franquista podían despejarse de otorgar un carácter trascendente, sin duda también romántico en origen, a la tradición nacional, a la definición del comportamiento según circunstancias identitarias. Esta retórica se hace a veces cuesta arriba en el libro, porque se acompaña de cierto carácter discursivo en la redacción. Es una lástima, porque en ocasiones Zambrano enfoca el problema con habilidad certera en el detalle y en la definición histórica, como en el capítulo sobre la envidia española y su raíz religiosa.

Unamuno es un bilbaíno inabarcable, paradójico y ciclotímico, al que si he leído más de lo habitual en escritores de su tiempo es sin duda por su origen. No siempre me ha parecido un escritor tan brillante como Zambrano afirma, pero algunos de sus libros son lúcidos especialmente en el desgarro de caracteres sesgados por la irracionalidad religiosa. El libro de Zambrano, si se pondera la prosopopeya de la época, es un viaje estupendo a varias de las caras de Don Miguel.

 
María Zambrano (vía)

16 de julio de 2019

¡Marica!



Wiliam S. Burroughs, legendario escritor de la generación beat, drogadicto, homosexual y homicida, autor del que hace muchos años y en realidad por influencia de David Cronenberg, leí El almuerzo desnudo (1959), apenas tiene libros verdaderamente conocidos, y diría que un título tan explícito como Marica no lo es. Marica es una novela publicada tardíamente, bajo el título en inglés Queer, en 1985, apenas doce años antes de la muerte de Burroughs y cuando ya era una figura casi legendaria. Marica tiene el mismo tono extrañado y alucinado de Burroughs que ya se ve en El almuerzo desnudo, el ritmo premioso de la cotidianeidad, y el retrato de una marginalidad situada entre la contracultura provocadora y un individualismo furibundo. Qué duda cabe que las connotaciones de Queer pueden ser mucho más adecuadas para el título.

David Cronenberg dirigió El almuerzo desnudo en 1991

Pero Marica, sobre todo, recupera a Lee, el protagonista de Yonqui, el otro clásico conocido de Burroughs, novela autobiográfica en la práctica, firmada con el nombre ficticio de Bill Lee, y de título una vez más explícito. En Marica, Lee vive en México en la extraña busca del amor físico en cuerpos jóvenes. No extraña obviamente por la homosexualidad, sino por la distancia del individualismo conceptualizado desde la armarización que supone que el comportamiento de los homosexuales deba ser contracultural o provocador, acompañado aquí de las varias adicciones de Lee y sus amigos. Marica me resulta a la vez testimonio poético y vindicación sociopolítica de unas maneras de relacionarse ya superadas en Occidente (si la Historia no lo revierte). El libro corresponde a una generación dolida y orgullosa, y, en cierto modo, es sorprendente que se publique en 1985, cuando la supervivencia de la contracultura gay tenía matices muy distintos. No es que su lenguaje suene rancio 35 años después, sin duda tiene el mismo aliento irónico beatnik de los cincuenta, cuando Burroughs lo escribió en realidad. Pero los tiempos y los lectores cambiamos: la naturalidad del sexo, por ejemplo, sugiere una liberación taciturna incluso más que un propósito burlesco.

Burroughs maneja muy hábilmente dos elementos literarios que me agradan: la figura del observador lúcido instalado en el solipsismo narcisista (negado para ver el avance del mundo, teórico estricto instalado en el convencimiento de una visión superior, pero necesitado de la carne y la realidad), y la fuga poética en este caso altamente lisérgica. Lee se desenvuelve por América Latina en compañía de otros norteamericanos cual diáspora sexual que en territorios exóticos para el Occidente rico es (era) comportamiento liberal de sociedad adinerada. Lee vive de una pensión sin nombre, y viaja en busca de una ayahuasca mítica, lo que hace al relato aparente díptico/dupla/secuela con/de Yonqui, y así no puedo juzgar bien nuevos logros o posibles continuidades entre los textos. Burroughs posee sin duda eso que llaman universo propio, y su escritura es reconocible, su personalidad rastreable en los textos. El desapego de sus protagonistas por la vida, las descripciones premiosas, la frialdad a veces cruel de sus impresiones, el escaso humanismo o solidaridad… hacen de él un autor poco cálido y alejado de un éxito que a él ciertamente puede no importarle, pero también es cierto que pierde capacidad empática sin ninguna perspectiva emocional, o sin ternura alguna por sus criaturas.

William S. Burroughs (vía)