22 de octubre de 2020

La tierra no prometida


Canadá es el país donde transcurre algo menos de la mitad, en su parte final, de esta novela de Richard Ford publicada en 2013 y titulada precisamente así, Canadá. En toda su parte inicial, Canadá ni siquiera tiene presencia: los personajes no son canadienses, no sueñan con vivir en Canadá, nadie llega de Canadá con promesas de una vida mejor, o con un reflejo de algo que temer. Nada. Lo que luego sucede en Canadá tampoco es significativamente distinto a lo que sucede en EE.UU. Canadá no es una catarsis, no hay ninguna epifanía, como mucho una continuidad en el carácter vulgar del crimen. ¿Por qué Richard Ford, novelista que se sabe de éxito crítico y público titula Canadá su novela? Pienso que tiene que ver con su peculiar modo de narración anticlimático, que a su vez procede del diseño de personajes dominados por la resignación e incluso sumisión a reglas o sucesos externos que no controlan. Canadá, el país, es una promesa que el lector convencionalmente quiere construir al leer Canadá, la novela, y Ford le da de bofetadas con la realidad.

Entrar en Saskatchewan, Canadá (vía), no supone demasiadas diferencias en el paisaje para el protagonista de Canadá.

Canadá cuenta la adolescencia de Dell Parsons en Montana y Saskatchewan de 1960 a 1961, y se inicia con esta frase:

Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después… Nuestros padres eran de las personas que menos se podría pensar que atracarían un banco. No eran gente rara, ni evidentemente criminales.

Los lectores de Ford ya sabemos que es un narrador de lo cotidiano, a partir de cuya descripción alcanza reflexión profunda sobre la condición del hombre corriente, con un estilo claro y capacidad emotiva. Eso no es diferente en Canadá. También sabemos que es un escritor que introduce rupturas violentas (o tal vez no sean tan rupturas, tratándose de un país en que la violencia cotidiana parece estructural), que afectan a la rutina de la vida media. Asimilar o no esa afección como forma de aceptar una vida estoica parece uno de sus leitmotiv. En Canadá además aparece un eje educativo y un punto de vista distinto en Ford, el de un adolescente al inicio de los años sesenta, que se encuentra un tanto al inicio de todo: diríase que es un personaje de transición entre la edad de oro de la juventud de finales de los sesenta y los fantasmas de la II Guerra Mundial que aún le llegan a través de sus padres.

Los padres de Dell son dos personas que se van convirtiendo poco a poco y sin darse cuenta en disfuncionales y en white trash. El padre, en la práctica expulsado del ejército, contrae una deuda por un tráfico ilegal de carne con el que intenta ganarse la vida ya que sus intentos de negocios no funcionan nunca. La madre, hija de inmigrantes judíos, es retraída y altiva, cuando no directamente asocial, y se ve arrastrada por su marido a la única salida que les parece, absurdamente, plausible para salir del atolladero: atracar un banco. Dell lo cuenta todo desde su madurez, narrando unos hechos a los que asiste y que modifican decisivamente su vida y la de su hermana sin decidirlos ni participar en ellos. El azar acaba dejándole en una localidad de Canadá cercana a la frontera bajo la custodia no reconocida de un norteamericano joven, dandy y aparentemente enriquecido, dueño de un negocio de caza y un hotel, al que un pasado oscuro acaba alcanzando. Canadá, por ello, sorprendentemente reitera una huida de su personaje narrador dentro de un proceso que sin aventura ni aprendizaje moral explícito (lo cual es un valor, al menos por la falta de subrayado) apenas podríamos llamar Bildungsroman. En EE.UU. Dell espera entrar en el instituto local, quiere formarse y desarrollar su afición por la apicultura. Sin embargo, en Canadá se ve obligado a trabajar en la limpieza del hotel y a vivir en un cuartucho, esperando de todos modos un futuro mejor. La reflexión madura de Dell, no obstante, no traiciona a su yo adolescente, cuya inocencia perpleja no se abandona casi nunca, y no cae en el miserabilismo al que no obstante se acerca. A Ford no le interesa tanto la temática social y sus causas sino las relaciones paternofiliales.

Canadá dedica páginas a intentar describir, incluso comprender, la psicología de personas no preparadas para la paternidad. Todo ello con sensibilidad conmovedora y una capacidad de profundidad psicológica brillante que por momentos es adictiva. Quién sabe, tal vez sea el libro de Ford que más me ha gustado porque voy envejeciendo y entendiendo mejor el mundo resignadamente maduro de este autor. Ford no es un novelista innovador en las formas, y su clasicismo fluido e intenso retrata los males de un país para el que no existe capacidad de escape, ni siquiera a Canadá.

Richard Ford, fotografiado por Edu Bayer (vía)

 

8 de octubre de 2020

Tres mujeres, 1962

 


Tres mujeres es un libro de poemas de Sylvia Plath, concebido alrededor de la maternidad como tema central. Su curiosidad y valor principal es su concepto: la autora asume tres voces distintas (que llama así: Primera, Segunda y Tercera Voz), que representan tres posturas diferentes ante la maternidad. Una mujer que centra su realización en ser madre, una que intenta serlo sin conseguirlo, y una tercera que detesta serlo. Este volumen es una bonita edición bilingüe editada por Nørdica y está ilustrada con acuarela y carboncillo (me parece) por Anuska Allepuz.

Ilustración de Anuska Allepuz

Es fácil e inevitable recurrir al tópico de la vida desgraciada de Sylvia Plath, incluyendo su suicidio, para explicar la angustia que recorre varios pasajes de Tres mujeres, especialmente en la Segunda y Tercera Voz, si bien la Primera Voz no está exenta, véase un ejemplo:

A power is growing on me, an old tenacity.

I am breaking apart like the world. There is this blackness,

This ram of blackness. I fold my hands on a mountain.

The air is thick. It is thick with this working.

I am used. I am drummed into use.

My eyes are squeezed by this blackness.

I see nothing.

 

La Primera Voz no obstante sí encuentra momentos de belleza y dedicación amorosa en su bebé, pero se muestra encadenada a un destino determinado. De Plath se recuerda una cita famosa, mi gran tragedia es haber nacido mujer, resultado de sus expectativas no cumplidas, de los avatares de la vida familiar, y, aunque Tres mujeres no lo explicita pero obviamente lo describe, una condición social que somete la psicología de la mujer a la procreación, un factor que entre otros hizo aparentemente sucumbir a la escritora.

Plath escribía poesía confesional, es una de las representantes del subgénero, que en Tres mujeres adopta tres puntos de vista, aunque el tono no cambia, ya que no estamos ante heterónimos sino ante una reflexión unívoca que se presenta desdoblada, que apunta a que las tres voces pueden estar en una misma mujer. La crudeza de su angustia es a la par deudora de un existencialismo individualista y pionera de un feminismo empírico actual. La maternidad como fenómeno reflexionado, como mecanismo ciclotímico entre lo opresor y lo realizador, es un punto recurrente de la discusión feminista, que aunque en realidad nunca dejó de hacerlo, hoy se despliega en conceptos políticos expresos. En Plath no hay planteamiento fuera del individuo: la maternidad es dependencia mental y carnal, es sensualidad literal, una carnalidad que con sus fluidos y respuestas físicas crea una humanidad dolorosa, sin felicidad posible, aparentemente incompartible (no sólo socialmente, sino también con un padre ausente o irrelevante), vivida en desasosiego y desvinculada del destino de los hijos.

Sylvia Plath (vía)