3 de mayo de 2015

Una tragedia ligera


Eduardo Mendoza es un escritor de maestría impresionante que en este estupendo Riña de gatos. Madrid 1936 aúna su peculiar estilo de comedia ligera con determinados mecanismos del best seller histórico –el personaje extranjero objetivo, la aparición estelar de personajes reales, el uso de acontecimientos históricos para encauzar los azares de los protagonistas individuales- para rendir una pieza excelentemente cerrada, un pequeño libro de historia lúcida y perfectamente resumida, y una nueva narración de costumbres y pasiones de las gentes en la ciudad, aunque cambie su escenario habitual y no se atreva del todo a ir hasta las peores cloacas.

Puerta del Sol en 1935 (vía)

El macguffin de la historia es un cuadro de Velázquez desconocido hasta marzo de 1936, año en que su familia propietaria, unos aristócratas amigos de José Antonio Primo de Rivera, decide venderlo para en teoría ganar fondos con los que exiliarse; para ello contratan a un tasador inglés, un joven conocedor a fondo de la pintura española y que descubre en la posibilidad de revelar la existencia de este cuadro oculto una oportunidad profesional que le permita avanzar en su carrera. Lo malo es que se enreda en la azarosa historia de España de ese momento, tanto haciendo amistad con personas de los futuros bandos bélicos –uno tan relevante como José Antonio- como visitando los calabozos de la policía y hasta cruzándose con el jefe del gobierno o con el futuro dictador, sin dejar de lado mítines políticos, atentados, conspiraciones soviéticas, embajadas occidentales, amoríos con señoritas de bien y con prostitutas, etc...

Elecciones Generales de febrero de 1936 (vía)

Entre las páginas de su inocente vodevil, Mendoza cuela la inevitable tragedia de las dos Españas que culminó en un baño de sangre, en un libro que con frecuencia me ha recordado las descripciones históricas de Stanley G. Payne que hace poco comenté aquí. Los resortes de Mendoza alcanzan desde las enseñanzas paralelas que el pasado de la pintura española trae hasta 1936, a las breves pinceladas de historia que pone en pensamiento o boca de determinados personajes en parajes de apreciable objetividad que no afectan al ritmo. La novela es también un retrato enamorado de Madrid, la capital de un país de hombres con razones personales y de clase, pero con tendencia todos ellos -excepto los curas- a un hedonismo innato que resulta descuartizado por las ideologías y el pistolerismo.

Terrazas en Madrid, en 1935 (vía)

La inevitabilidad determinista de la tragedia hace que el libro no termine con el clímax previsto de un best seller, sino con una sensación agridulce de abandono a criaturas a las que hemos aprendido a querer en 400 páginas y cuyo destino incierto acaba por herir dado el tono levemente cómico de parte de su narración. Es un libro en equilibrio permanente, consciente del material que trabaja, y en el que parece fácil superar la dialéctica que dicta la historia que llevamos en nuestro ser común como casi imposible país, siendo obviamente complicadísimo. Que Mendoza lo consiga creo contribuye (me gustaría decir enormemente, pero, hey, hablamos de literatura en España) a pensar que esa Historia sesgada y malhadada que vierte una sombra alargada sobre nuestras generaciones empieza a ser herida cauterizada. Que lo haga usando tanto el vodevil de salón como la comparación con el gran arte –en ese Velázquez que puntea la acción- es asombroso. Mendoza es posiblemente el mejor escritor de su generación.

Eduardo Mendoza (vía)






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