Calígula se viste y pinta de bailarina. Se lanza sin ensayo ni talento algunos a dar pasos de baile ridículos delante de senadores y patricios llamados en medio de la noche a contemplar el espectáculo. Ellos creen que pueden ser ajusticiados sin piedad por el tirano en cualquier momento, y, por ello, aplauden la actuación con fervor. Es un aplauso condicionado por el terror que Calígula ha impuesto. El emperador omnipotente, autoproclamado divinidad, lo sabe, y por eso lo disfruta más. Por eso, el momento es sólo aparentemente patético.
¿O acaso en realidad no lo sabe? El inesperado baile nocturno de Calígula es uno de los detalles de su mandato que han trascendido a la historia popular desde la lejana Roma. Hay otros tan conocidos o más: proclamó senador a su caballo, se presentó a adoración pública por sus nobles al sentirse convertido en Venus, se casó con su hermana y devoró el feto de su vientre…
Por casualidad, en apenas un mes me he topado tres veces con Calígula, y en diferentes medios. Estaba revisitando Yo, Claudio en DVD cuando llegó a Basauri la representación de la obra de Albert Camus por la compañía L’Om-Imprebís. Finalmente, decidí releer el texto de Camus, que recordaba con agrado. Eso sí, no he visto la película de Tinto Brass… a la que supongo (espero que no injustamente) oportunista por el éxito de Yo, Claudio y convenientemente truculenta dado el tema.
Obviamente, la visión de Calígula de Yo, Claudio (cuyos autores deben mencionarse: el novelista Robert Graves, el guionista Jack Pulman, el realizador Herbert Wise) es la previsible: Calígula es un loco, un desequilibrado que desde niño ambiciona ser emperador, ostentar un poder absoluto, aunque para ello tenga que matar incluso a su padre, y que, cuando llega al poder, diezma a su familia, a sus guardias y a los patricios del imperio mientras sus grandilocuentes puestas en escena los ridiculizan y atemorizan a la par. Calígula podría ser el resultado de esa mixtura genética continua de las familias Claudia y Julia, un ejemplo máximo de la crueldad indiferente de la humanidad, y uno de los escollos que Claudio vive en su camino a la sabiduría estoica de su personaje. Nadie que haya visto la serie puede olvidar a John Hurt. Y, la verdad, vista la serie más de veinticinco años después, conserva toda su fuerza y una reputación inmerecida: la de su inspiración teatral. No es cierto sobre todo por el estupendo trabajo de cámara, que no prescinde de magníficos travellings, gusto por el encuadre adecuado, y da una excelente relación entre actores, atribuible toda a Herbert Wise, que hace un trabajo espléndido. Cierto que son actores de la tradición teatral británica, cierto que el presupuesto obligaba a rodar todo en interiores (frente a la cinematográfica Roma, claro), pero eso no es lo definitorio del teatro.
Y, en ese teatro, Camus da una visión más revolucionaria y si se quiere, mucho más inquietante de Calígula, quien resultaría sólo loco por separarse de la supuesta cordura habitual, o por haber adquirido una necesidad de conocimiento superior dada por la revelación del cargo que ocupa. Camus utiliza a Calígula –al que comprende y ayuda un antiguo esclavo- como centro de una paradoja límite que seguro que atormentaría al autor. Al leer el texto, o al ver la representación dirigida por Santiago Sánchez (interpretada por un Calígula fondón y magnífico, Sandro Cordero), los valores del mayo del 68 que Camus no vivió aparecen por todos lados: la libertad absoluta debe ser buscada a toda costa, hay que pedir la luna como buscar la playa debajo del adoquinado, y existe una burguesía patricia acomodada, rancia y cuyos valores éticos están manchados por su necesidad de estabilidad, que lo ensucia todo. Y, sin embargo, el precio de esa libertad es la sangre indiscriminada. La revolución supone muerte, desolación, injusticia en sí misma. Calígula es tan libre que puede ejercer la locura en nombre de su divinidad, pero esta locura liberadora es también tiránica, y le arrastra por una crueldad que no es éticamente (léase no sólo ‘burguesamente’) aprobable. ¿Es la libertad la que en sí misma resulta aterradora y por ello no la afrontamos directamente? ¿Cómo llamarla libertad si no respondemos a nuestros deseos profundos y nos sentimos frenados por la libertad de los demás?
Tal vez Camus fue profeta sin quererlo, aunque la revolución que vivió su país años más tarde no fue cruenta (otros países lo llevaron peor), y no hubo Calígula que la liderara. Quien sabe si por ello ese mayo del 68, aquel que Mitterrand criticara por ser (según él) una simple reivindicación de los estudiantes por poder llegar más tarde a casa y tener relaciones sexuales antes del matrimonio, afectó más profundamente a estructuras que no lo esperaban.
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