2 de enero de 2010

Diciembre de desconcierto

En diciembre, con la entrega de los Nobel, proliferan los artículos alrededor del dichoso premio; mayoritariamente hablan del premio actual, pero siempre hay mención a premios anteriores. Así, en menos de una semana, he leído a Fernando Savater decir que a veces el premio descubre alegrías que nunca hubiéramos conocido (Szymborska, que tiene libros nuevos publicados en castellano), a Iñaki Ezkerra que Herta Müller se hizo hipócritamente la sorprendida al recibirlo en 2009 ya que llevaba décadas trabajando las debidas relaciones públicas en Estocolmo como en su día lo hizo por ejemplo Camilo José Cela, y, finalmente, a Rosa Montero decir que no entendía para nada el premio al escritor francés J.M.G. Le Clézio, concedido en 2008.

Cuando se entrega un Nobel a un autor de una literatura que como lector me resulta desconocida, o a una figura de la que nunca había oído hablar, muestro precaución; no se trata de ir más allá de la desconfianza hacia los premios y todo eso, que en efecto es algo con lo que estoy de acuerdo, aunque también tenga su punto snob que puede impedirte descubrir buenas joyas. Se trata de escuchar las crónicas periodísticas y rechazar cosas como Elfriede Jelinek, por poner un caso. Pero… ¿y Le Clézio? Para mí era un autor desconocido de una literatura cercana, en la que podían seguramente haberse escogido otros autores más conocidos. Tal vez se tratara de uno de esos intrigantes que decía Ezkerra, aunque sin duda el criterio de alguien generalmente poco consistente como Montero no era un obstáculo para intentarlo. Le Clézio es un novelista de gran recorrido en Francia, con cierto éxito editorial, modestamente traducido al castellano, cuya biografía wikipédica resulta cuando menos apasionante por un lado, y responsable por otro de la etiqueta de exotismo peculiar que el autor tiene en Francia, y que él rechaza como ejemplo de eurocentrismo de la crítica literaria francesa.

Compré dos novelas recomendadas entre sus mejores obras: El pez dorado, La cuarentena.

Bueno, pues el desconcierto que insinuaba en el primer párrafo no se me ha pasado.


He leído hasta ahora sólo El pez dorado, que hace referencia a un pececillo ágil y bello que siempre consigue librarse a última hora de las situaciones comprometidas. Es la historia de Laila, una niña norteafricana raptada y llevada a vivir a la ciudad. A partir de ahí mil peripecias la llevan entre la familia que la ‘adopta’ (ejerce de nieta de una mujer mayor que la educa), las prostitutas de un burdel que la acogen cuando la abuela muere, su viaje como ilegal a París, y su vida allí en sótanos y pisos patera, con problemas con hombres y policías pero también con la ayuda de algunas mujeres, hasta llegar a los EE.UU., hacer inesperados pinitos en el mundo de la música, rechazar una vida mejor y volver a su país, en un final aún más utópico que tópico.

Sí, lo sé, suena fatal. Un argumento de folletín neoprogresista. Pero, como de costumbre, el estilo es el mensaje, si es que lo hay. El tono muestra cierto desafecto en una exposición aparentemente neutral de hechos, con descripciones realistas tipo nouveau roman, y en el que no hay juicio moral subrayado alguno, y la protagonista no es un dechado de valores. Suspendemos nuestra moral en su favor como protagonista que es, pero me temo que esto responde a un esquema mental del lector más que a una intención del autor.

La novela consume episodios con una rotundidad pasmosa, sin preocuparse más de sus personajes secundarios, y sin interés por la construcción que cierre con precisión las historias secundarias que giran alrededor de la tiránica trama central. La falta de una supuesta emoción sensible, que la descripción de los ambientes exóticos o de los hechos sórdidos sea idéntica a la de la vida en las grandes plazas y apartamentos del primer mundo, eliminan el tono best-seller. Pero, claro, el precio es la frialdad, el desapego tras la lectura, la extrañeza ante el uso de algunos tópicos (el final, la protagonista exótica, el rollete literario afrancesado, la aparición del talento en el lumpen), el desconcierto ante la falta de aparente denuncia: no hay juicio, hay hechos, hay sucesos. Y tal vez no sea frialdad, sino una sensibilidad desarrollada en un plano estético e intertextual, una novela pensada con la cabeza pero no escrita con las tripas, una emoción intelectual alrededor del drama de la modernidad de Occidente frente a la inmigración.

Dicho lo cual, es posible que me pase lo que a Rosa Montero, que no entienda bien por qué le han dado el premio. Pero tal vez eso sea un valor, y no lo contrario.



2 comentarios:

  1. nen, le han dado el premio por buenazo!! Joder, qué señor tan guapo en esas fotazas en b/n que aparecebn en el google!!

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  2. no me cabe duda de que dar el pego físicamente delante de señores suecos es algo considerado por la academia. Bueno, tal vez no. Recuerda a la jelinek esa en su burbuja!!

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