Dos libros dos leyó el joven Borge escritos por Italo Calvino, y le fascinaron. De ello hace muchos años, y, por razones que él mismo desconoce, abandonó al autor. Tal vez no encontró más libros. Tal vez no le interesó lo que veía, o simplemente fijó su mirada en otros árboles, ya no lo recuerda. El caso es que muchos años después (y sin encontrarse delante de ningún pelotón de fusilamiento sino fuera ya de las paredes en que se forjaba su juventud primera), descubrió en una librería de la capital otro libro del mismo autor. Pertenecía a su conocida trilogía fantástica, estaba editada (siempre con gusto) por la Siruela de Jacobo Fitz-James Stuart, y esa librería cinéfila en un lado (Ocho y Medio) y cuidadosamente romántica (El Gatopardo) en el otro, le tentaba como lugar donde el trabajo de, esta vez sí, un librero verdadero, merecía la pena dejarse los cuartos.
Aquellos dos libros eran El barón rampante (leído hace 22 años) y Los amores difíciles (hace 19). A pesar de los libros pasados y las historias olvidadas, es francamente difícil no recordar la anécdota que da lugar a la metáfora del primer libro, la historia del barón Cósimo que un buen día decide rebelarse contra su familia (y la sociedad y el mundo, ya que estamos) y pasar toda su vida sin bajar de los árboles. Atención a la horrible coda pedante que escribí en el volumen: ‘el orgullo de un hombre nunca debe suponer el final de su vida, aunque ésta se le haga insoportable sin él’. Semejante sermón sólo es disculpable porque me lo debí dirigir a mí mismo, que, por lo que recuerdo, debería haber estado por lo demás encantado con la historia del personaje francamente individualista que no quiere perder ni vida ni opiniones en la masa adocenada que ‘decide’ andar por la vida con los pies en la tierra. Debe ser cosa de la vida que el hombre modifique la memoria al gusto, claro está. En las novelas no pasa, suelen estar mejor construidas.
El vizconde demediado me ha devuelto dos décadas después, por tanto, al universo alegórico y fabulador de Italo Calvino. En las breves 92 páginas que forman la historia, Calvino cuenta la historia del vizconde Medardo de Terralba, que, batallando contra los turcos en Bohemia recibió un cañonazo que lo demedió, es decir, le partió por la mitad. Pero cada una de las mitades fue milagrosamente curada y ambas acabaron volviendo por separado a su tierra, que pasa a tener dos vizcondes Medardos en vez de uno. Una de las mitades es malvada y deja tras de sí un rastro de destrucción. La otra es tan decorosa que resulta indigesta. La obvia referencia al mito de Jekyll y Hyde tiene el valor añadido del tono fabulador y la ligereza de la ironía, no sólo sobre la condición humana, sino de algunos de los temas sociales que como buen (ex)comunista le preocupaban: la religión y sus conflictos representados por un grupo de hugonotes que habitan en la zona pero que ya no recuerdan por qué están separados del resto de cristianos, la solidaridad con los enfermos a partir de la leprosería cercana, o las condiciones en que vivían mujeres y niños desfavorecidos. Calvino logra una de estas cuadraturas del círculo que tan difícil resultan: hablar de temas serios usando el neorrealismo de manera ligera, sin ser necesario pensar en ellos para disfrutar ‘mecánicamente’ de la historia, y acentuando así su conocimiento del comportamiento humano.
Es un deber y una obligación procurar leer esta nivola, así como la más larga, ambiciosa y densa El barón rampante. De mientras, este blog se apunta como deber conseguir una copia de El caballero inexistente, para completar esta trilogía fantástica de Calvino, que, dicen las biografías, surgió de esa Italia que luchó contra el fascio, y se volvió gloriosa y artísticamente comunista (¿podríamos imaginar un país donde creadores como Fo, Passolini, Berlusconi, Calvino, Pavese… eran comunistas confesos?), y que tras arruinarse en la discusión moral imposible de un terrorismo loco acabó arrasada por el desencanto y la televisión (y la mafia, esa prima vieja).
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