24 de marzo de 2025

La Manuela en el fin del mundo

 


Dijo una vez mi amigo Ismael Alonso en un viejo chat que ya tiene 25 años (el chat, no Ismael) que El lugar sin límites, de José Donoso, le había parecido un “Un hombre llamado flor de otoño” meets Pedro Páramo”. Ismael tiene esta precisión inequívoca con la que podría terminar esta reseña aquí mismo si acaso compartiera esa habilidad contraria al desparrame.

Pero no.

También he leído veces y veces a Óscar Esquivias que era imperativo para cualquier lector dejar cualquier libro que estuviera leyendo, o cualquier colada que estuviera colgando, y ponerse a leer, inmediatamente, sin excusas, El lugar sin límites. Y a El lugar sin límites le corresponde también una sentida entrada en El canon de la literatura gay en español, de Augusto F. Prieto, dónde, en su revisión literaria de la obra, Prieto pone el acento en cómo darle identidad a la Manuela, este personaje que antes sería un travesti a tiempo completo y al que ahora sería innegable considerar como persona transgénero. Nótese la crueldad cometida en el señalamiento que suponen desde mi endocissexualidad el hacer definiciones gratuitas, inocuas para mí, sobre un personaje determinado que podría representar a otras personas. Pero, por otro lado, en parte de esto habla El lugar sin límites: de cómo la Manuela parece no tener derecho a la dignidad. ¿Qué es la Manuela importa acaso más que quién es? No, sin duda.

Veamos: en un pueblo perdido en el sur de Chile, abandonado de la civilización porque el prometido ferrocarril que un día debía conectarlo con el mundo nunca llegó, y sometido al yugo de un cacique rural al que acompañan tres perros asesinos, la Manuela rige un burdel con su hija la Japonesita, en uno de los escasos locales del pueblo que no son propiedad de don Alejo, el cacique. Y no lo son porque una vez, en el pasado, la madre de la Japonesita, una prostituta conocida como la Japonesa, consiguió que don Alejo se la regalara por conseguir que la Manuela, llegada al pueblo como bailarín pero con ese nombre, se acostara con ella. La Japonesa lo consigue, se reparte el botín con la Manuela, compartiendo el negocio, y de su unión única nació la Japonesita. En la actualidad, con la Japonesa Grande ya muerta, la Manuela y la Japonesita regentan un negocio en decadencia, acosadas moralmente por un don Alejo envejecido, y físicamente por un transportista pendenciero, Pancho, deudor por otro lado del propio don Alejo, que ronda a la Manuela tocando su sonoro claxon (ejem) conduciendo borracho de noche, con una sexualidad reprimida e inaceptada, que se traduce en persecución y violencia. Sin necesidad de contar cómo termina el asunto, bien puede adivinarse que la novela es más de canon que de tesis.

El planteamiento de personajes y situaciones ya es pura subversión: al mito típico del Oeste y sus pueblos de frontera que caminan al olvido, con su burdel y su señor feudal, le ha salido un personaje sexodivergente que atrae miradas y canaliza deseos, en una especie de maldición: ¿acaso no puede leerse que la degeneración de la Manuela es la causa de que el tren nunca llegara al pueblo?. El metafórico lugar allí donde no hay fronteras es definido como sin límite en el título. Allí donde no existe un límite geográfico tampoco lo hay legal ni lo hay sexual o moral, para la época. Toda esta sutileza de lecturas de derrumbamiento ante el 'otro' más extraño posible es el mar de fondo sobre el que se dibujan los personajes, un tanto arquetípicos, excepto la Manuela, al menos para la novela de frontera.

Donoso era un homosexual frustrado y reprimido que vivía entre la ocultación y el deseo de una vida mejor, pero amargado y encerrado. Como a veces sucede en estos perfiles, a sus personajes divergentes (pues la Manuela me parece performativa antes de haberse definido políticamente lo queer), les someten a importantes perrerías y desgracias, y es difícil saber si alberga algo de cariño o ternura por su figura (diría que no: con mucha soltura necesita Donoso que la Manuela y la Japonesita tengan sexo por mor de la trama), pero al menos sí parece merecerle respeto humanista, y, como decía, cierta dignidad a perder ante la irreprimible testosterona que rodea el gineceo del burdel, convertido también en una cárcel a la espera del bandolero inevitable.

Como en varios maestros del boom latinoamericano, a Donoso se le reconoce la diligencia en un estilo depurado. La habilidad en la combinación de épocas alternadas, primero en forma de capítulos del pasado cuyas expresiones y cuitas entran después en los pensamientos de los personajes actuales, y segundo permitiendo la lectura de los ecos del pasado como precursores de esos bocinazos de Pancho, ambos rodeando el destino inevitable, es algo de construcción inapelable, tremendamente disfrutable al lector atento, al que va incrementando la tensión peldaño a peldaño.

¿Y la Manuela? Decía antes que la Manuela no era un arquetipo del western, pero sí puede serlo más de la representatividad de la literatura hoy LGTBIQ+, donde su descripción no sería la de un antagonista del momento colectivo actual. Pero Donoso escribe en 1966, ni siquiera Stonewall ha acontecido aún, el activismo no se ha manifestado en sus roles sociopolíticos inmediatos, y Donoso escribe en cierto vacío, ocupándolo. Lezama Lima no le sirve: hay la misma distancia entre la alegría vital de ambos al vivir y escribir de homosexualidad como entre Cuba y Chile, o entre el desafuero extendido de Paradiso y la contención de diálogo y expresión de Donoso.

El lugar sin límites es una joya, claro, pero no bisutería de esta del tugurio de la casa de empeños del pueblo, que, como le faltan clientes y en estas tierras yermas ya no quedan ni pepitas que aportar, acabará por cerrar y ceder sus terrenos devaluados a don Alejo.



 

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