Supongo que una de las motivaciones de Sebastian Barry para
escribir Días sin final sería
explicar o narrar cómo podría ser la vida de dos homosexuales norteamericanos
en el siglo XIX. Y tal vez tuvo su idea a partir del conocimiento de los
espectáculos de transformismo que se celebraban en los pueblos de las
fronteras, donde chicos jóvenes se vestían de mujeres para bailar, cantar y
amenizar las tardes de los mineros.
La representación del amor homosexual en épocas pasadas ha
existido, pero hacía falta interpretar las imágenes
Dos chicos irlandeses hijos de la pobreza y llegados a los
EE.UU. se conocen, participan en uno de estos espectáculos durante un tiempo,
se enamoran, y se alistan juntos en las guerras contra las tribus indias.
Consiguen apañárselas para seguir juntos y sobrevivir, incluso a su
alistamiento posterior en el bando federal de la Guerra de Secesión, a pesar de
las batallas cruentas, los asaltos de bandidos, las persecuciones por
deserción, la prisión y el hambre. Thomas McNulty, narrador que ya fuera de los
espectáculos de transformismo se viste de mujer tanto por supervivencia de la
familia en primer lugar como por gusto, es la voz que combina los horrores del
siglo con una envidiable libertad psicológica, a la que probablemente se puede
achacar demasiada modernidad, pero cuya clarividente visión del horror humano
acercan al autor a la visión de Cormac McCarthy (e imagino que a otros autores
que cultivarán actualmente el realismo crudo ambientado en el oeste y que no
conozco), si bien el amor y la tesis política tejida a su alrededor en Días sin final salvan al libro del
pesimismo escéptico de McCarthy. Sí, la novela es política, porque reivindica
las familias que se salen de la norma (dos hombres, una hija india adoptada,
hombres libres negros) y porque reivindica la felicidad del amor imposible en
tiempos difíciles, y esa reivindicación, esa ficcionalización de una memoria
histórica LGTBI que nos ha sido negada es, sobre todo, una cuestión política.
Brokeback
Mountain es la referencia moderna del amor gay entre vaqueros. Aunque su
ambientación es posterior, casi contemporánea, su tesis narrativa es canónica:
el amor gay es trágico y acaba necesariamente con la pareja desmembrada. Barry,
sin embargo, no se ha esforzado ni ha esforzado tanto a sus personajes para un
final así.
Días sin final no
es una ñoñería psicológica imposible ni una visión dulcificada de la Historia
del oeste, cuyo realismo desgarrador recoge sin estar exento de visión poética
(geográfica, telúrica, humanista), ni de una sutil referencialidad literaria
que además mira alto en algunos apuntes excelentes. La novela recoge además
unas vidas y circunstancias posibles y creíbles, que usan clichés y modismos de
su tiempo para ello, y que es consciente a la par de la época que refleja y la
época en que se está escribiendo. En fin, una joya.
Sebastian Barry (vía)
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