Un crítico de arte acomodado en el pinochetismo acude a una
cena aparentemente progre en una villa rural. Al buscar el baño en un momento
determinado y, por culpa de los apagones de luz que la casa sufre con
frecuencia, se confunde y descubre así en los sótanos del edificio un centro de
tortura. El lector del primer capítulo de la novela gráfica Pinturas de guerra, titulado Del lado de Santiago de Chile (una primera
referencia a Rayuela, que es
una presencia sentimental permanente en el libro), queda sobrecogido, con el
ánimo destrozado e impactado brutalmente. No se trata sólo del choque dramático
o narrativo, el visual es importante: las viñetas detalle, la edición visual
del momento, el contraste entre estar vestido –civilizado- y estar desnudo y
despojado de dignidad… La fuerza metafórica no es poca: la luz que alumbra al
dueño de la villa y sus invitados no es estable, ni permanente, ni moral, debido
a las descargas eléctricas que los torturados sufren en el sótano. La luz es importante
en una novela gráfica dedicada a la pintura.
El título del libro es también un juego de palabras. En el
traslado de la acción al lado de acá, a París por supuesto, un grupo de
pintores latinoamericanos son el fondo en que se integra el protagonista, un
novel aspirante a escritor español que ha venido a París, donde quiere
documentarse y escribir un libro sobre Jean Seberg. Nadie le hace
caso en este propósito, pero sin desearlo y por su ingenua incapacidad de
negarse a los favores que le piden, a su alrededor se va tejiendo una red de
exiliados, espías y policías. La narración no llega al thriller completo en el
sentido de que no se preocupa tanto por hechos materiales concretos que afectan
a los personajes, pero utiliza sus mecanismos para aflorar la denuncia política
y la reflexión sobre el papel del artista en la misma, con la ironía del
torturador amante y tratante de las artes plásticas como sádico motor añadido
de la acción.
Ángel
de la Calle, director de contenidos de la Semana Negra de Gijón
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