1 de septiembre de 2016

Las madres


Cada novela que leo de Jonathan Franzen, desde Las correcciones a esta Pureza pasando por Libertad, me supone una tendencia a la baja desde la genialidad equilibrada de la primera, al esfuerzo repetitivo de la última. Pureza es de nuevo una novela larga con ambiciosa vocación de retrato de época (el menos conseguido de los tres), y momentos de narración sublime (en concreto y por encima de otros, la narración de un polvo que no llega en el primer capítulo, y la de un asesinato en el segundo), en la que Franzen, a pesar de utilizar estructuras similares a sus anteriores novelas, ha preferido no centrarse en un núcleo familiar único sino en varias relaciones madre-hijo y madre-hija que articulan freudianamente y de manera algo compulsiva, las motivaciones de los personajes.

Berlín, 1989 (vía)

Purity Tyler, de 24 años y norteamericana, es aparentemente la principal protagonista de la novela, aunque su presencia es coral junto a la de cuatro o cinco personajes más. Su vocación de personaje (subrayada) es doble, porque además de la metáfora de su nombre, aplicable a las aspiraciones profesionales de tipo periodístico-informativo de la mayoría de los personajes, su apodo es el dickensiano Pip, lo cual señala tal vez demasiados puntos de la trama. Pip vive con una madre obsesiva y es tentada a cambiar de trabajo por una agente de Andreas Wolf, alemán del este que de joven adquirió fama en los días en que cayó el muro al ser el hijo rebelde pero aprovechado de un dirigente del país, y que dirige en Bolivia el Sunlight Project, una agencia de filtrado de información vía web que pretende superar las barreras de Wikileaks y su fundador en la denuncia de gobiernos y poderes fácticos. Por su parte, Tom Aberant, también de cincuenta y tantos, dirige una agencia periodística online llamada Denver Independent. Tom tiene madre también alemana, y conoció a Andreas en los años de la caída del comunismo; acabará siendo el empleador de Pip en su agencia, y alojándole en su casa.

Edward Snowden, Julian Assange y Chelsea Manning en su estatua de Berlín obra de Davide Dormino (vía)

La novela dedica un capítulo de larga duración a cada uno de estos personajes, donde una intriga familiar y económica se va dibujando de manera paralela, durante treinta años y en tres países,  a un retrato de cada una de las épocas consideradas, donde los modos de información en la era de la web son el foco principal, pero existe también uno esencial dedicado a la vida en la República Democrática de Alemania. El dedicado a Tom Aberant está significativamente escrito en primera persona, rasgo estilístico que sorprende cuando la novela está bastante avanzada. El capítulo se presenta directamente y aunque su estilo particular se explica posteriormente, resulta chocante, modifica la relación psicológica de la narración con los personajes, y comete el error de hundir más de cien páginas en la descripción de una obsesiva relación de pareja que no necesitaba ser tan prolija. La llegada de nueva narración dinámica en el terreno que mejor se mueve Franzen, la combinación de miserias personales en momentos de Historia, permite sobrevivir al libro del propio riesgo innecesario tomado. El efecto funciona peor que un experimento similar en Libertad: un diario escrito en tercera persona, mejor situado en todos los aspectos en la trama.

La mayoría de capítulos independientes del libro tiene una estructura propia bien dibujada y en general muy eficaz, en el que el toque Franzen funciona excelentemente. Curiosamente, cada uno se centra en una de las estructuras familiares aparentemente unívocas del relato. Sin embargo, el mecánico engranaje entre todos supedita la lectura metafórica a un thriller de identidad sin demasiada entidad, un mecanismo algo vulgar que rebaja el análisis de situación a simples devociones maternofiliales y problemas de relaciones sexuales de pareja. Pareciera que sin ellos no existirían personas brillantes que hicieran grandes cosas por el mundo, y, ante esta idea extraída de la generalidad de las relaciones del libro, yo no puedo sino hacer una mueca de extrañeza.


Jonathan Franzen (vía)

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