En 1867, John Stuart Mill, que era miembro del Parlamento británico, propuso una enmienda para conceder el voto a la mujer. No tuvo éxito; en 1868 perdió su escaño y en 1869 publicó La dominación de la mujer, que en ocasiones se traduce por El sometimiento de la mujer. El título original es The Subjection of Women.
Decía Salvador Giner que con John Stuart Mill aparece el
intelectual que no se
contenta con publicar sus ideas, sino que considera su deber pasar a la acción
pública y cívica, sin aspiración a ocupar cargos públicos. Parece que con
los derechos de las mujeres ejerció ambas funciones: escribir y actuar. No sin
consecuencias, pues es fácil encontrar caricaturas sobre su 'ocurrencia' de 1867,
brindando por las mujeres, llevándolas al Parlamento, incluso travestido. Mill
era hijo de un genio de su época, y tuvo que luchar contra su propio origen
para ganarse su prestigio intelectual; con el tiempo eclipsó a su padre. Se
casó con una mujer con la que tuvo una relación igualitaria formalizada en un
documento firmado al casarse. En estos términos, no parece exagerado llamarle
el primer hombre feminista público moderno.
Cuatro capítulos de prosa intensa conforman este emocionante La dominación de la mujer, que he leído en un volumen publicado por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social en 1991 con más textos del autor. Mill es un escritor directo y vehemente, que profundiza en los matices de su argumentación, y que responde con agudeza contraargumentativa y de antemano a las respuestas que esperaba de sus contrincantes, que en este caso viene a ser casi toda la sociedad de agentes políticos. Aunque no titula sus capítulos, ni estructura por partes su tratado como ahora sería más habitual, sí que sigue una línea demostrativa elaborada y construida perfectamente legible por un lector de la contemporaneidad. Su pensamiento respecto a la emancipación de la mujer bebe de temas y argumentos que ya expuso Mary Wollstonecraft casi cien años antes, pero con mejor literatura y edición. Lógicamente, también es un pensador del siglo XIX y no es posible que satisfaga todos los estándares actuales.
El primer capítulo describe la situación de la mujer en la
sociedad de su tiempo como una esclavitud. El término debía ser contundente
(aún lo es) en los tiempos finales del abolicionismo, pero Mill ahonda en lo
que hoy es obvio: que esta dominación es una costumbre basada en la fuerza, que
toda dominación parece natural al que la ejerce, que nunca es precisamente
fácil para el dominado conseguir remover su yugo, pero que además la mujer,
cuando estas relaciones esclavistas son evidentes en una pareja, siempre queda
entregada al hombre que las ha ejercido. Así, para la mujer es casi imposible
rebelarse. Para Mill, además, los hombres no conocen en realidad a las mujeres,
dado que su subordinación impide su desarrollo. La excepcionalidad de la
existencia de reinas inglesas de gran prestigio le es útil para solicitar
criterios de justicia y utilidad para describir las verdaderas naturalezas de
los dos sexos observados en relaciones recíprocas verdaderas. Su
contraargumentario sobre el carácter de la mujer es una continua bofetada a los
tópicos de su tiempo que, a fin de cuentas, construía el mito de la familia
nuclear blanca, heterosexual, reproductiva y eterna.
El segundo capítulo versa sobre el contrato matrimonial, al
que llega a calificar de absolutismo del cabeza de familia, al que llama
incluso verdugo. La calificación de víctima para la mujer acerca la visión a la
actual violencia de género, si bien sólo insinúa la necesidad de protección sin
realmente llegar a pedir ley al respecto. Porque, aunque "las leyes se
hacen porque existen también hombres malos", Mill es un liberal
utilitarista clásico: pedir leyes rara vez es lo que le apasiona. En su tiempo
hay que considerar también lo especialmente gravoso que era que en el
matrimonio el marido pudiese disponer de los bienes de la esposa y no al revés,
algo que denuncia. Como Wollstonecraft, Mill piensa que estos matrimonios
desiguales llevan a las mujeres a ejercer un derecho de represalia sobre sus
maridos, a que los maridos pierdan interés cuando las mujeres dejan atrás su
juventud, y a una profunda infelicidad. Su comparación predilecta en este caso
se realiza con el contrato comercial y la relación entre socios. Por supuesto,
propone el divorcio para todas aquellas personas incapaces de vivir el
matrimonio en igualdad, y piensa que un matrimonio basado en la igualdad de sus
cónyuges es el modo de hacer de la vida diaria una escuela moral en un sentido
elevado.
Pero… (1) Mill ejerce desde el clasismo al afirmar que las
clases bajas tienen un problema mucho mayor; (2) opina también que una mujer en
igualdad legal en el matrimonio "con derecho a disponer de sus
bienes" hallará su camino al éxito, si tiene talento, en el mundo liberal,
obviando la resistencia que las estructuras y el poder establecido le opondrán;
y (3) cree que la división más conveniente del trabajo entre los dos esposos es
la tradicional: el hombre gana al sustento y la mujer dirige el hogar. Pero
esto, que le eliminaría al momento de ese puesto de feminista que le dábamos,
es al menos una opinión con infinitos matices: esto sucederá sólo si el
sostenimiento de la familia es por trabajo y no por renta (algo mucho más
habitual en aquella Inglaterra que hoy), la dirección del hogar es la labor más
pesada en trabajos corporales y espirituales de una pareja, etc…
Mill coquetea casi con el análisis estructural al intentar
entender cómo los hombres disfrutan del poder que el matrimonio les otorga, o
al explicar las dificultades de los oprimidos en zafarse de las injusticias que
sufren de manera estructural más que directa; pero es incapaz (es pronto aún)
de aplicarlo a clases bajas con escasos recursos de vida, o a la condena social
que supone el espacio doméstico al alejar a la esposa del ejercicio y del
derecho público. La contradicción viene a ser no ver que la estructura familiar
sustentada en la división de trabajo que propone condiciona y define la
desigualdad, y que no tiene sentido ni siquiera social que encierre a
mujeres" excepcionales "(según él) en sus casas. Faltan muchas
décadas para la discusión de los significados de los ámbitos público y privado
con postulados feministas.
La tercera parte de La dominación de la mujer es
probablemente más acorde con el inicio del sufragismo, y se deduce de la
necesidad de igualdad entre sexos: la representación política resultado de la
capacidad y naturaleza de la mujer para esa tarea. El capítulo es un conjunto
de argumentos que parten de la falta de educación y oportunidades de las
mujeres para explicar su minusvaloración, incluida su educación en una
reclusión que en la práctica suponía (de nuevo Wollstonecraft) amedrentar a todo
el género. Mill lamenta la falta de talento femenino en las grandes obras
literarias de artistas, pero afina bien al explicarlo por la preparación social
a ejercer tareas domésticas que han tenido las mujeres (a Mill, hombre de la
época victoriana, le falta, esperemos que honestamente, el conocimiento que hoy
tenemos: que ese talento existió siempre, que existieron mujeres destacadas en
todas las épocas, pero que la historia que escriben los hombres las olvida con
facilidad). Su contradicción anterior vuelve a aflorar: las mujeres no tienen
tiempo para dedicarse al estudio con las tareas a que se ven obligadas (pero
claro, si era lo más conveniente para ellas, es difícilmente sostenible que
estudien).
Y el cuarto capítulo, el final, responde a la pregunta ¿qué
gana la humanidad con la libertad de la mujer? Empieza por una respuesta
contundente: el mundo se regiría por la justicia en lugar de institucionalizar
la injusticia. Esto no está exento de su utilitarismo: la injusticia de la
desigualdad es contraria a la sociedad moderna, el despotismo es corruptor del
hombre y pervierte su carácter, y la libertad de la mujer permitiría duplicar
la suma de facultades intelectuales que la humanidad utiliza para sus
servicios. De nuevo Mill piensa que es suficiente con permitir el acceso a la
educación y a las mismas oportunidades para que, gozando de libertad, la
humanidad pueda aspirar a ese duplicado de facultades en su beneficio, pero la
impresión es que tampoco podía intuir los sesgos y la reacción desde su
liberalismo racional (y su convencimiento profundo de los valores de la
modernidad ilustrada), previo incluso al desarrollo de la psicología o a los
desmanes bélicos del siglo XX.
En todo caso, Mill no concibe que la mujer no pueda ser
objeto de las mismas oportunidades, prebendas y derechos del hombre por pura
convicción de su trabajo principal: el estudio de la libertad individual. Si
dedicó mucho esfuerzo a explicar las limitaciones que debía imponerse el Estado
a la hora de regir la vida individual (nunca debe olvidarse que Mill escribe en
el siglo XIX y que la presencia histórica del absolutismo y el feudalismo
superados es el referente, y no el estado moderno), su lógica en este punto no
es contradictoria ya que no puede admitir que la familia sea un régimen
dictatorial como el que percibe en su tiempo en las relaciones entre cónyuges.
Este texto es todo un espejo de una época, y de un pensador
que se atrevía a ir contracorriente del poder político y a favor del grupo
minorizado de las mujeres en su lucha política. Su vehemencia se viste además
de una prosa elegante y un ritmo endiablado. Hoy solemos exigir más epígrafes y
una línea argumental más continuada. Mill en ese sentido es austero; pero su
convencimiento racional es potentemente emocional, gracias a un acercamiento
honesto a una situación dramática. Considerando los prejuicios sociales de los
que partía y lo elaborado de su lucha en los matices más machistas del momento,
sus visiones de hombre victoriano y colonial (ya apuntadas) casi son
disculpables en el camino de la consecución de derechos. Mill, en un momento
determinado, hace una mención muy interesante a la necesidad de complicidad y
apoyo de los varones justos, aquellos que tampoco aceptan la realidad impuesta.
Lógicamente es el terreno al que puede aspirar y en el que jugar, y no era
poco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario