Este pensamiento a lo Gracián que encabeza esta reseña pretende resumir en forma de aforismo moral las conclusiones del libro de la sorprendente filósofa que es Iris Murdoch. Bueno, sorprendente para un lector que la conocía exclusivamente por novelista y que apenas había leído su reconocida The Sea, The Sea, hasta llegar a saber que había sido discípula de Wittgenstein. The Sea, The Sea es una novela magnífica. Intentar su filosofía parecía buena idea.
La soberanía del bien, este volumen de Iris Murdoch
editado con esmero por Taurus, es una recopilación de tres conferencias que
Murdoch pronunció en los años sesenta, y que ella misma reunió en un libro
publicado en 1970. Su pensamiento es deudor, lógicamente, de su tiempo, igual
de manera muy esperable. A Murdoch le pesan (sin mencionarlas) la guerra y la
posguerra, se inscribe en un existencialismo de cierta oscuridad, en el que
está ausente toda posibilidad inicial de divinidad, pero busca a ello una
salida moral objetivo, al que dedica su pensamiento probablemente desde el
mismo título.
Para Murdoch es necesario reemplazar la idea de Dios con
algo que ocupe un centro moral. No cree que la razón kantiana o la historia
hegeliana sean el sustituto correcto, sino que ella apuesta por una idea de Bien
conseguida por una acción que evite mirar al yo (según Murdoch, el yo es una
luz demasiado brillante que nos ciega e impide ver nada a nuestro alrededor) y
practique la atención a los demás, con el objetivo de conseguir el bien en
nuestras acciones y asegurar el fin de la filosofía moral.
Pero Murdoch es una pensadora con dudas. Además de concluir
con cierta desesperación si esta sustitución del centro moral que considera
imprescindible no será un trampantojo bien intencionado, se preocupa por la
forma en que se toman las decisiones y el valor de la construcción de las
mismas; se basa para ello en los filósofos que la rodeaban y ya publicaban en
Cambridge, que opinaban (Stuart Hampshire especialmente) que no existe en
realidad un mundo mental en que las decisiones se mediten y se tomen, sino que
lo bueno es necesariamente exterior, dinámico, orientado a la acción. Se intuye
de fondo la propuesta definitoria del a existencialismo original, aquel para el
que la existencia prevalece sobre la esencia, con sus consecuencias
materialistas: una ontología que no puede basarse en ideas o almas de carácter
divino. Y se explicita la confusión de ideas entre lo bello y lo bueno: lo
bello es estático, no dinámico, y sin este carácter definitorio de lo bueno per
se, no es deducible que lo bello defina a lo bueno.
No por ello renuncia Murdoch al arte, ya que lo considera
una fuente de ejemplo en sí mismo, en el sentido de que un arte malo es aquel
que está preñado del yo, en el que la evidencia del yo del autor malogra la
obra y la convierte en mal arte. Murdoch, en los sesenta, podría desde luego
intuir el inicio de lo que Gomá llama " vulgaridad respetable " en
las formas artísticas que habían iniciado un despliegue global. No era la
única, desde luego.
Aunque no lo explicita, Murdoch acaba en desacuerdo con
estas ideas sobre un espacio mental interior inoperante. Desarrolla ejemplos
intensos de decisión moral interior incluso aunque sucedan con inacción
exterior. Reconoce por ello una evolución interna, y un poder emocional en la
atención, una acción interna y continuada, dirigida a los demás, un método que
no identifica con la oración o la meditación, sino como un camino hacia el
ejemplo. Es una ejemplaridad posible, incluso materialista por su descomunal
rebaja de su potencial idealismo, donde se combina la dimensión privada con la
pública a la que dicha atención obligará en algún momento. El pesimismo es
latente, pero la atención es una puerta vital a cierta esperanza, a ese
potencial bien como centro moral. Más cerca de Camus que de Heidegger.
Probablemente esta pulsión pudo ayudar a convertirle en novelista, como al
francés. Tal vez porque el Bien y el Mal, el poder interior de las decisiones,
o la actuación en libertad, son temas también novelísticos, o fácilmente
encarnables en personajes que los ejecuten.
De hecho, como libro de 1970 (escrito en la década
anterior), con sus menciones continuadas al existencialismo y al conductismo, Murdoch
parece fuera de las corrientes principales del melón filosófico que se estaba
abriendo, sin eso ser necesariamente malo. Por un lado, no parece interesarle
el feminismo que empezaba a reestructurar a Beauvoir antes de la eclosión de los
estudios de género de los años siguientes, y su preocupación por las posiciones
morales positivas en un tiempo en que las consideraba discutidas no tiene
enfoque de género (citar en una importante ocasión a Simone Weil, pero no a John
Rawls indica que lo político no es su interés, pero nada más). Por otro, es
obvio que está lejos de la Escuela de Frankfurt y de los posestructuralistas
franceses, a los que no menciona, siendo su bibliografía básica la de los
filósofos ingleses de la época, con menciones también continuadas a su propio
maestro Ludwig Wittgenstein.
La soberanía del bien es un libro que exuda dolor,
pero resume tres conferencias, es decir, no se trata de un sistema filosófico
general, estructurado y elaborado. Se lee con gusto, pero requiere de fuerte
atención e introspección, porque su lenguaje es profundo en filosofía, con una
cierta visceralidad. El impacto por lo revelador de su expresión, no obstante,
es perdurable.
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