Stephen Daldry es un reputado adaptador de novelas al cine. Empezó
con un guión original (Billy Elliot),
pero consiguió su prestigio con Las
horas (de Michael Cunningham, a su vez una variación de La señora Dalloway, de Virginia Woolf),
le fue bien con El lector (de
Bernhard Schlink), y de momento completa su carrera con la floja Tan fuerte, tan cerca, una novela de
Jonathan Safran Foer de la que no tardaremos en hablar aquí. Pero así como la
novela Las horas (leída tras haber
visto la película) me pareció un libro muy conseguido, creo que con El lector, Daldry se enfrentó a un
texto de idea interesante pero ejecución floja y discursiva.
Michael es un chico alemán de 15 años que en 1958 empieza a
acostarse con Hannah, una mujer de 36 años con la que entra en contacto por
azar. La relación tiene un componente de formación sexual y de pasión
adolescente incontrolada, pero en ella se produce un hecho peculiar: a Hannah
le encanta que su amante Michael le lea en voz alta y se convierta así en su
lector particular. La relación termina pero siete años después Michael estudia
Derecho y asiste por ello a un juicio contra siete mujeres acusadas de crímenes
cometidos mientras fueron guardianas de prisioneras de campos de concentración
durante la Segunda Guerra Mundial. Hannah está entre ellas.
En otros tiempos, ser un chico leído podía tener su recompensa.
Organizada en tres obvios tiempos dramáticos (adolescencia,
juventud estudiosa, madurez), el principal problema de Bernhard Schlink en El lector es agotar al espectador
mediante la descripción académica y simplona de los hechos y el entorno en que se enmarcan, sin ninguna
aportación dramática, que retrasa la narración, y que debería haber sustituido
por una mayor profundidad de la historia de los personajes. La primera parte,
la historia del amor adolescente de Michael, es todavía una narración media y
llevadera, donde incluso alguna reflexión alcanza algo de valor. Pero durante
el juicio, Schlink es incluso vulgar en su tratamiento del texto y hacia sus
lectores, a quienes no parece reconocer ningún conocimiento previo no ya del
nazismo, sino de los mecanismos del horror.
Una pena, porque aunque sean obvias y poco novedosas
cuestiones como la literatura como expiación, o la falta de literatura como
barbarie (aunque si esto es discutible en algún contexto es precisamente en la
Alemania nazi, hija de una de las élites culturales y científicas más
sorprendentes de la historia de la humanidad), no dejan de ser metatemas que siempre
me resultan atractivos en literatura. La película ganaba gracias a la voz, y a
un planteamiento de erotismo suave tras el intuido horror histórico, que
conseguía cierta densidad. Pero a Schlink, posiblemente arrastrado por una
necesidad de ventas, le falta arrojo en su texto.
Foto de Bernhard Schlink en Wikipedia