El terrorismo, casi por definición, es origen de multitud de historias particulares dramáticas, trágicas, y peculiares; en cierto modo, sus características lo exigen. La que recoge el cómic Salto está entre ellas con altos honores: Miquel, un repartidor de chuches de un pequeño pueblo de Castellón, donde vive tranquilo y despreocupado -tal vez demasiado- con su mujer y sus dos hijos, tiene la ocurrencia de mejorar su economía solicitando y aceptando un puesto de escolta en la Navarra de 2006. Como tiene aspiraciones creativas, también le mueve su interés por escribir, ya que piensa que su anodina vida no le ofrece historias de interés narrativo. Se traslada por ello a Pamplona con su familia, donde empieza a trabajar al servicio del alcalde de un pueblo al norte de la provincia, con su compañera de trabajo Rosa. Miquel pasa a ser Mikel.
La ingenuidad de Mikel enseguida se da de frente con la realidad. Su familia y su vida cotidiana también, que lógicamente no soportan el impacto de introducirse en el corazón de la bestia de este modo. El divorcio acompaña a la sobredosis de tensión, café y tabaco; tensión es probablemente la palabra más ajustada para el conjunto de relaciones que Mikel entabla: con su compañera, con su empleador (que no es directamente el Estado), con el cargo público al que escolta, con miembros de la izquierda abertzale, con su familia... La clausura de esta tensión continua e insoportable se recoge de manera impactante en los momentos más agudos mediante un dibujo expresionista, obra de Judith Vanistendael, que rompe viñetas (las hace reventar en cierto modo), sin apenas color, y que transmiten un vacío profundo. Mikel pasa por todo tipo de estados psicológicos, pero las motivaciones de los diferentes actores de la situación no son objeto de su análisis (lo cual no quiere decir que el cómic sea equidistante: no, simplemente se trata de un personaje extraño a una historia que ya había empezado antes que él, y que el autor, acertadamente, no explica, evitando así ponerse discursivo).
Parece que este loco planteamiento tiene una base en una experiencia real: la del guionista Mark Bellido que, en efecto, viajó al norte en busca de historias y labró así su carrera de escritor. El Salto de Bellido/Mikel supera probablemente todo lo imaginable en el Nuevo Periodismo y su metodología de inmersión en las situaciones en las que el autor luego quería reflejar mejor la narración o descripción de la realidad que había experimentado en sus propias carnes y que pretendía así una mayor verosimilitud. Pero a Salto le falta obviamente tanto el matiz algo arrogante como el puramente profesional de este planteamiento cuasi antropológico: es directamente una decisión irreflexiva, no analizada ni consultada.
Además de los momentos de stasis ya mencionados (la de una
bomba, si puede haberla mayor), el cómic se plantea con los cambios de luz
entre Castellón y Pamplona que cabe imaginar; su dibujo no es detallado, pero
el contraste de color entre los dos lugares, y el encierro constante que transmite
el dibujo gris, los personajes serios, y las viñetas más cerradas es
subjetivamente muy eficaz. El libro deja una sensación desasosegante, un
pequeño infierno perfectamente conseguido, de cuyo poder es (era) tan difícil
escapar, y que aquí es alimentado por un actor y una situación absurdas e
inesperadas.