12 de febrero de 2020

La heredera



La heredera es una película de 1948, un clásico de Hollywood dirigido por Wiliam Wyler, muy conocida por ser el segundo Óscar de Olivia de Havilland, que formó pareja con un jovencísimo Montgomery Clift en uno de sus primeros papeles. La vi hace muchos años, recordaba como tópico conseguido el de Olivia de Havilland como personaje poco agraciado, pero especialmente la escena final y el aire continuo de sexualidad no consumada que suponía la relación, que luego llamaríamos tensión sexual no resuelta.

Cartel de La heredera, de William Wyler

La heredera se basa en un libro, Washington Square, escrito por Henry James, que ya no recuerdo cómo llegó, en una impresión en su inglés original, a casa. Es en realidad una novela corta e intensa, de magnífica estructura y ritmo endiablado, de la que Wyler (o mejor, sus guionistas Augustus y Ruth Goetz, que previamente habían adaptado la novela también al teatro) hicieron un buen resumen, engarzando con habilidad prácticamente todos los momentos recogidos en el libro, aunque modificando los hechos del final (no su sentido) para un mayor subrayado dramático. El cambio más importante, no obstante, es el carácter de Catherine, la protagonista, que en la película tiene una oportunidad para la venganza que en el libro es menos obvia, y que probablemente encajaría menos en ese final dramático.

Washington Square (vía)

Catherine Sloper, hija del adinerado Dr. Sloper, vive a mediados del siglo XIX en la plaza Washington Square de Nueva York. Es una muchacha sana y robusta, pero ingenua, un tanto aburrida e incluso asocial, y poco agraciada, heredera ya de una fortuna por su madre ya fallecida y de una fortuna aún mayor cuando su padre fallezca. Padre e hija viven en una casa magnífica en compañía de la tía Penniman, hermana del padre y dicharachera viuda de un clérigo. La casa sólida en esa plaza central del Bajo Manhattan es el lugar que el doctor Sloper ha escogido para establecerse, sin escuchar los modernos cantos inmobiliarios de la próspera ciudad en crecimiento, algunos de cuyos habitantes recomiendan cambiar de casa cada cuatro años. No es de extrañar que en casa del Dr. Sloper las décadas vayan pasando y todo parezca envejecer con rapidez. En ese ambiente irrumpe el joven, dinámico, guapo, educado y encantador Morris Townsend, al que Catherine conoce en una fiesta familiar común (el compromiso de una prima de ella con el hermano de él) y que desde un principio la corteja con cierto descaro y la connivencia de la tía (que proyecta en la pareja tanto un ideal romántico como sus propias pasiones), y el escepticismo del padre, que, desconfiado con las intenciones de Morris (que no es sólo pobre y sin trabajo ni renta, sino que ya gastó una herencia familiar en viajes por el mundo), se huele estar ante un arribista en busca de dinero fácil.

Olivia de Havilland y Montgomery Clift, a punto de huir.

Morris no sólo representa una pasión juvenil en lucha contra un hombre protector y de una vieja moral, sino también un tiempo nuevo que quiere derribar las viejas estructuras, vivir de otra manera, y sacudirse la caspa de la sociedad antigua, la propiedad antigua, y el antiguo régimen, claro. La novela es sutil, prácticamente el retrato de una lucha generacional, en el que la mujer es a la vez objeto de protección y transacción; su voluntad no respetada y su escasa capacidad personal le sitúan en peor lugar que, por ejemplo, las heroínas de Jane Austen, con las que la obra de Henry James, en este caso, emparenta en varias situaciones a pesar del cambio de continente y las varias décadas de distancia. Sí es especialmente atractiva en James cierta atmósfera alrededor de la casa-fortaleza, además del contexto histórico que cuida mucho de reflejar subrayando que el narrador habla tres décadas después de los hechos, y un hálito sexual en los envites de Morris, donde se refleja un intento de penetración múltiple del chico y su tiempo y su clase en la chica y su tiempo y su clase y casa. Es una inspiración pre freudiana, alimentada por la adoración de Catherine hacia su padre, tal vez esperable conocida la obra posterior de James, pero no por ella exenta de sorpresa.

William Wyler hizo una adaptación menos apegada al tiempo histórico pero que reflejaba bien esta pulsión sexual. A menudo retrata a Montgomery Clift a oscuras y pocas veces de frente. Los encuadres con Clift y De Havilland muestran a ésta en general a la defensiva física, incluso cuando su educada resistencia es vencida por las palabras y la belleza de Clift, que siempre es dominante en el plano. A la película le falta la profundidad psicológica de los personajes especialmente mayores, pero lo compensa con una gestualidad muy conseguida y emotiva de los personajes femeninos, todos ellos deslumbrantes.

Henry James, joven, fotografiado por Alice Boughton (vía)

1 de febrero de 2020

En busca del niño perdido



Después del resultado estupendo de A esmorga/La parranda, me dio mucha alegría conocer la reedición de La catedral y el niño, de Eduardo Blanco Amor, poeta gallego exiliado, rojo y homosexual, que se hizo prosista a los 50 años y rindió, al menos, estas dos maravillosas novelas. La catedral y el niño es la primera que escribió (en 1948) muy lejos de su Galicia natal. Hay un detalle en ella que remite a Clarín, a La Regenta: es el cambio de nombre de la ciudad en que a modo de microcosmos asfixiante suceden los hechos. Si Oviedo se rebautizaba como Vetusta en la obra magna de Clarín, Orense pasa a ser, no menos irónicamente, Auría en La catedral y el niño. Luego, por supuesto, comparten más detalles de sociedad del provincianismo español en levítica ciudad de finales del XIX y principios del XX, pero no recuerdo tanto de La Regenta, que leí hace muchos años y cuya preocupación central es otra. En este aspecto, La catedral y el niño, por una buena cantidad de paralelismos dramáticos, por gran parte del tono irónico y social de las descripciones de clase, y por el desarrollo, descripción e intereses vitales del protagonista, sin obviar el subtexto –o texto, directamente- homosexual, a quien recuerda es a Marcel Proust y a En busca del tiempo perdido.

Catedral de Orense (vía)

Obviamente Blanco Amor alcanza un espectro menor y los diferentes países suponen diferencias sociológicas de peso (la presencia continua del clero en un caso, el antisemitismo en otro). Pero ambos comparten el humor del protagonista: inteligente, observador, diletante, exquisito, asombrado ante las bellezas del arte y el mundo. Por supuesto, aunque se llame Auría en la novela, Orense no es París, y aunque tanto Luisito como Marcel son conscientes de la mediocridad social que les rodea, sus potencialidades difieren. Eso no afecta a la delicadeza y exquisitez del hermoso lenguaje de Blanco Amor, que sitúa a su delicado niño sensible viviendo con su madre y sus tías, mientras que su padre ha sido obligado a separarse de la familia por su carácter manirroto y prácticamente montaraz. La catedral del título es el edificio junto a la casa en que vive Luis, un refugio imponente y severo con el que establece una particular relación de necesidad, referencia espacial e impostadamente moral, y anclaje vital de una ciudad de la que Luis parece incapaz de deshacerse. Llega en esto casi más allá que Proust con la epifanía en la iglesia de Balbec, pero es explicable ya que la representación del cristianismo apela a diferentes matices en los dos países.

Blanco Amor es florido y barroco; domina un vocabulario extenso, preciso y culto. Refleja además el hablar y las expresiones de época; su mayor logro es probablemente conseguir una atmósfera que oscila equilibradamente entre la mirada ingenua del niño enmadrado y la sociedad cerrada y encerrada en que vive. Por los márgenes se cuelan una Iglesia y sus varios matices (desde la fascinación por la mole arquitectónica a los sacerdotes y sus dobles caras, un retrato que llevó a la censura del libro, según cuenta Fernando Larraz), una división sociopolítica entre clases dominantes y dominadas, aunque con peculiaridades transversales (desde los pobres devotos a los indianos millonarios y algunos ricos ácratas), una hipocresía generalizada respecto al sexo, y la homosexualidad de Amadeo, el amigo de Luis en que el autor proyecta su propia sexualidad, en un juego similar de fascinación y representación al de Proust con Robert de Saint-Loup. El efecto literario es envolvente, aunque es cierto que la tercera parte de la novela introduce de manera esforzada personajes y situaciones nuevas que permitan resolverla, una vez que la trama principal se agota. Blanco Amor no sólo es un fascinante escritor descriptivo de lo íntimo y lo público, sino un narrador ágil e irónico, capaz de observar matices y puntos de vista en algunas situaciones de planteamiento complejo (el entierro cristiano de la dueña del prostíbulo, o el ajusticiamiento de un asesino por garrote vil entre ellos) que revelan gran amplitud estética en su concepción literaria. Es una obra de menor contundencia que A esmorga, pero su conjunto poético-realista es una cumbre literaria en medio del panorama tremendista de la literatura española de aquellos años.

Eduardo Blanco Amor en los años 20 (vía)