28 de febrero de 2016

Historias de pares


Desde mi infancia no había caído en mis manos un texto de Dickens, y, por lo que recuerdo, nunca fue una versión completa como esta Historia de dos ciudades, que con demasiada valentía me he atrevido a leer en inglés, engañado seguramente por la musicalidad de su archifamoso primer párrafo:

It was the best of times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness, it was the epoch of belief, it was the epoch of incredulity, it was the season of Light, it was the season of Darkness, it was the spring of hope, it was the winter of despair, we had everything before us, we had nothing before us…
El maravilloso juego de dicotomías, paralelismos y contraposiciones binarias de la novela comienza desde luego en el título, sigue en este párrafo que describe las maravillas y los temores de la Ilustración y su hija la Revolución, y se expande con sutileza en toda la novela, donde hay doppelgangers, un principio y un final metafóricamente similares, y una sutil comparación de tipos y lugares (incluso aventuraría una curiosa visión preeuropeísta). Dickens no es aquí, al menos predominantemente, el autor que denuncia las condiciones infames de la dura vida de las clases bajas en la Inglaterra del XIX, sino que viaja al siglo XVIII, desde los preludios de la Revolución Francesa hasta la época del Terror, para describir una historia familiar con ribetes de folletín, en el que los abusos de la aristocracia francesa contra el pueblo constituyen el espejo de sus disquisiciones morales. Dickens viste a sus personajes con equipajes como la ternura, el humanismo, y la ironía, aunque su arquetipo psicológico sea un tanto unívoco para nuestros gustos actuales, a la vez que describe una lucha de clases incipiente, cuando esta eclosionó y abrió el campo de batalla del siglo XIX. La novela no es ni diez años anterior a El Capital.

Dirigida por Jack Conway en 1935

Historia de dos ciudades es además una de estas novelas decimonónicas publicada por capítulos en una revista, que los lectores consumían compulsivamente, y por ello precursoras de formas narrativas modernas. No es un texto largo, pero sí goza de un avance en progresión hacia un clímax irresistible, donde existen sacrificios personales, revelación de secretos, y un progreso dinámico que avanza entre las buenas voluntades y los intereses mezquinos, entre la bondad generosa y la maldad enquistada, entre el odio y el amor, que, muy sabiamente, en la novela no entienden de clases aunque Dickens no sea un ingenuo; está inventando la novela social lúcida. El avance de la novela oscila entre las dos ciudades: cuando la acción está en una, se escucha el rumor que llama a la otra y viceversa. Ese amor y ese odio no significan necesariamente Londres y París, pero me pregunto qué entendieron, en su día, los lectores. Aunque Inglaterra ya había tenido su revolución y decapitado a su rey.


Charles Dickens (vía)

18 de febrero de 2016

1860. Capítulo 2


Pierre Savorgnan de Brazza, uno de los exploradores europeos del siglo XIX, es el protagonista del segundo volumen de la aventura literaria de Patrick Deville, que empezamos (Pura vida) en Centroamérica con un eje hacia los EE.UU. y continuamos ahora en África con un eje hacia Europa, sin desdeñar los laterales hacia Cuba. Brazza es coetáneo de Stanley, y ambos en cierto modo compitieron en parte y sin saberlo por la colonización de los terrenos alrededor del río Congo. Uno era italiano y lo hizo para el gobierno francés. El otro era galés y lo hizo para el gobierno belga,

Los valores de Pura Vida mejoran en Ecuatoria (que es una provincial del actual Sudán del Sur) especialmente porque el personaje es más simpático, y sin duda le cae mejor a Deville. Brazza, como Walker, es un personaje algo olvidado, pero no tiene ambición de poder ni actuó de manera militar. El hilo que recorre la novela (ramificada en mil historias, todas ellas verdaderas, al estilo de Deville) es el traslado de los restos de Brazza, que murió en 1905 en Dakar, fue enterrado en Argel (donde vivía su familia), y trasladado en 2006 a un polémico mausoleo en Brazzaville, capital del Congo que él mismo fundó en 1880. Deville viaja durante este proceso a Argel y a varios países del África Central (Gabón, Santo Tomé, la República Democrática del Congo, el Congo, Tanganika + Zanzíbar, Angola…). No sólo persigue a Brazza y Stanley (que le permiten una primera mención en la serie a Plutarco), sino a los alemanes Emin Pachá y Albert Schweitzer, a los revolucionarios angoleños enfrentados Jonas Savimbi y Agostinho Neto, al también revolucionario y necesariamente paciente Laurent Desirée Kabila, al comerciante árabe de esclavos Tippu Tip, sin olvidar a Joseph Conrad o al Che Guevara… Todos ellos viajaron por la región, algunos de manera incansable, en rutas que definieron el continente desde mediados del siglo XIX hasta mediados de los setenta, cuando los últimos países centroafricanos se independizan por fin, y mientras se desarrolla la Guerra Fría que tuvo uno de sus principales escenarios –quién lo diría- en la región, con los soviéticos financiando y armando a los grupos que desalojaban a los colonizadores o a sus herederos.

Pierre Savorgnan de Brazza era un hombre guapo (vía)

Brazza obviamente genera polémica. Aún mantiene su nombre en la capital del principal país que exploró, y que luego quedó colonizado y aplastado de manera brutal. Pero mientras él estuvo allí incluso en su gobierno no cometió desmanes y fue reconocido por los lugareños. Murió precisamente por investigar sobre el terreno las denuncias de brutalidad que llegaban a la colonia, al enfermar de disentería. Estos héroes olvidados, que no alcanzan la gloria, cuyos objetivos tienen consecuencias cuando menos dudosas, son los que interesan a Deville en su fresco histórico de los últimos 200 años. Su estrategia es la misma que en el libro anterior: el azaroso pero tan bien estructurado entrecruzamiento de los personajes de la Historia, tanto en el espacio como en el tiempo, salpicado de la propia experiencia de Deville en el terreno, donde el autor prefiere sin duda subrayar la sabiduría popular de sus contactos y descubrir en ellos que el rastro del tiempo histórico que domina y refleja es a la vez pesado pero banal.

Para el lector, pienso en este segundo libro, le queda además la lección académica contada con frescura y un método que seguramente los historiadores no verán adecuado, pero que es emotivo y objetivo, sin que esto resulte contradictorio, gracias a la mirada directa –novelesca-a la psicología de los protagonistas. Recordar ahora las luchas entre la UNITA y el MPLA puede resultarme más sencillo. Pensar en los refugiados zaireños que llegaron a Bilbao cuando Kabila, tras treinta años oculto en la selva, destituyó a Mobutu. Los inesperados esclavistas que la historia y los viajes ponen encima de la mesa. Etc…
En fin, el tercer volumen, Kampuchea, aún no está editado en castellano. ¿Esperaremos o pasaremos al cuarto, Peste y cólera, que sí lo está? Creo que Deville  nos dará permiso…

Patrick Deville (vía)


8 de febrero de 2016

Teorema


Hace un par de años la película de Roberto Castón, Los tontos y los estúpidos, que pasó con poca gloria por las carteleras a pesar de sus muchos valores, me recordó –y el director se encargaba de subrayarlo en los coloquios- el viejo film de Pier Paolo Pasolini, Teorema, donde un joven y subyugante Terence Stamp seducía uno a uno a los miembros de una familia burguesa del norte de Italia, incluida la criada, para sumirlos en la desesperación cuando repentinamente desaparece. Los tontos y los estúpidos seguía esta trama en líneas generales (más para sus estúpidos que para sus tontos), aunque su escenografía se acercaba a la teatral deudora especialmente de Vanja en la calle 42 más que a la representación parabólica que Pasolini empezaba a adoptar tras dejar el neorrealismo.


Lo que no sabía es que Pasolini escribió una novela con la misma trama de su película mientras precisamente la rodaba. No es un diario de rodaje, no es un guión, ni tampoco una introspección alucinada como la de Werner Herzog. Teorema, el libro, es una obra muy curiosa: una novela que reflexiona su propia condición de artefacto narrativo desde el principio, evidenciando que se narra una historia intencionalmente, que la intención de la misma es desenmascarar y ridiculizar la estúpida vida burguesa de la institución familiar, y que el visitante que era Terence Stamp en pantalla no es sino una construcción teórica aunque carnal, más que un personaje real. No es que a cada uno de ellos le falte su propio lenguaje: en la novela Pasolini presenta cada personaje con capítulo propio, con una descripción física, moral y de clase, cercana al discurso pero tan enlazada en intención que resulta fluida; en la película los actores y su estilo denuncian su afectación, pero a la vez Pasolini encuadra con frecuencia la enterpierna de Stamp como motor de la acción.


Novela y película datan de 1968. Recuerdo la película como más provocadora que lo que me ha parecido la novela, en la que el contenido de los episodios homosexuales es eso, contenido (en comparación con las heterosexuales), mientras que en pantalla el impacto resulta mayor. La portada de esta edición del libro, ese expectante David de Miguel Ángel, es de lo más adecuada por su metáfora estética y política. En ambas encuentro sin embargo la misma gran diferencia entre las dos partes de la historia. Mientras en la primera, el joven seductor inocula el virus de la belleza libre en los personajes vulgares y adocenados de la familia del industrial milanés, en la segunda cada personaje es incapaz de recuperarse tras su partida. Las parábolas se disparan, se pierde también la unidad de espacio, y el relato, aunque no se difumina, deja un tanto los caminos del placer para entrar de lleno en los de la intelectualidad. Es curioso, porque en los del placer la reflexión y la ironía están presentes. En los segundos existe sarcasmo, lo que parece un atisbo de venganza, y cierta exasperación que no alcanza sólo a los personajes, sino también al propio ritmo, premioso y alargado.

Más reflexiones sobre Pasolini aquí.


Pier Paolo Pasolini (vía)