Puedo calificar de experiencia austeriana el haber leído a la vez los dos últimos libros de Paul Auster. El experimento no fue premeditado. Estaba a apenas treinta páginas de acabar Man in the Dark (Un hombre en la oscuridad), y tenía que hacer un viaje de un día con unas 4 horas de tiempo libre para leer entre aviones y salas de espera de aeropuertos, con sitio para un libro en mi equipaje de mano. Y me llevé Invisible. De modo que tenía muy avanzadas las aventuras de Adam Walker cuando, a la vuelta, fui a terminar las de August Brill.
Auster es un conocido pesimista temeroso del azar. Si en sus novelas iniciales la orfandad angustiaba a varios de sus protagonistas, y si luego pasó por novelas en que los personajes son padres que viven en el miedo de ver perder a sus hijos, ahora parece vislumbrar el final de su vida a través de personajes terminales que recuerdan su vida con oscuridad: desesperanza, soledad, remordimiento. Si además consideramos que en Auster el momento histórico que viven sus personajes es siempre un telón con influencias significativas, puede decirse que el escritor ha encontrado un filón para su pesimismo en los progresistas norteamericanos destrozados por la ruptura del 11S y la respuesta neocon que su país dio, y está dando aún, a los atentados.
Desde El libro de las ilusiones, Paul Auster parece desbordado por la necesidad de narrar. Casi todas sus novelas desde entonces acumulan alambicadas historias personales surgidas de las obsesiones típicas del autor (la metaficción, las artes como símbolo y representación de la vida, el azar como motor de la acción, el cine, el miedo a la soledad por perder los seres queridos) en una espiral de narraciones hija de una inventiva desmedida y en ocasiones francamente brillante. Todas sus novelas se estructuran como muñecas rusas, con digresiones aparentes que complican necesariamente la trama, pero sus obras más conseguidas (Leviathan, El palacio de la luna, Trilogía de Nueva York) mantenían la intriga alrededor de una historia central delineada. A partir de El libro de las ilusiones, y hasta Invisible, la construcción menos trabajada dificulta al autor salir airoso de la concatenación de parábolas metaficcionales en que se encierra (La noche del oráculo es el mejor ejemplo si además hablamos de encierro, a pesar de lo sublime de su inicio), y eso le obliga a dar carpetazo a subtramas paralelas, en un ejercicio que se puede mirar positivamente como la liberetad suprema de un autor-que-manda-sobre-sus-personajes, o negativamente como un origen de desconcierto o falta de habilidad novelesca.
Esta es la circunstancia de Un hombre en la oscuridad, que es August Brill, un anciano que imagina y escribe historias en sus noches de insomnio mientras se recupera de un accidente y de su viudez reciente en casa de su hija divorciada y en compañía de su nieta, que acaba de perder a su novio en Irak. Brill imagina uns historia en que una América paralela que no ha sufrido el 11S está en guerra civil surgida del fruade electoral Bsuh/Gore de 2000. En la historia que escribe Brill, un soldado debe buscar al escritor que imagina esta demente guerra civil, para matarlo y acabar así con el drama.
Aunque esta historia de nuevo metaliteraria sobre el poder autodestructivo de la escritura contra su autor no es novedosa, su interacción con la vivencia socioemocional de los EE.UU. respecto a los hechos más dramáticos de su último cuarto de siglo de historia es una idea demoledora, apabullante, de gran valor metafórico (¿quién escribe la historia con minúscula, quién escribe la Historia con mayúscula?), brillantísima. Pero Auster, de todos modos, da uno de sus giros argumentales y termina el libro reflexionando sobre los azares d ela vida de Brill, en un nihilismo emocional que si encuentra alguna esperanza es escasa y centrada en una familia muy cercana. Afortunadamente, evita el tono hipercalóricamente sentimental de The Brooklyn Follies.
August Brill es un hombre que ya está mirando a la parce, como lo eran los personajes de The Brooklyn Follies y, en cierto modo, el encerrado personaje cíclico de Viajes en el Sriptorium. Por eso, para los austerianos de pro, es casi un soplo de aire fresco que Invisible empiece con la voz ligera, bañada de esperanza de vida, de un protagonista de 20 años, el aspirante a poeta y estudiante de Columbia de metafórico nombre Adam Walker, aunque narre sus vivencias del año 1967 muchos años después, tras haber sido ‘invisible’ durante décadas.
Walker, un personaje que obviamente comparte rasgos autobiográficos con Auster (y cuyas filias culturales por ejemplo cinéfilas son las del autor), cae rendido a los encantos de una pareja francesa que vive en Nueva York. El hombre es un personaje mefistofélico que le ofrece trabajo y mujer entre accesos temperamentales y opiniones fascistoides, y acaba viviendo con él un giro argumental austeriano (que no voy a contar), con el que la novela cambia repentinamente de género, despoja a la historia de las expectativas y referencias que ha construido con aparente buenos mimbres, y, al empezar el segundo capítulo de la novela, cambia de narrador y de tiempo, soltando tal bofetada narrativa al lector canónico que si no fuera porque vivimos en los tiempos de Lost, quedaría patidifuso.
Empieza así la algo habitual construcción metaliteraria, menos circular y menos intelectual que las de las muy oscuras Viajes en el Scriptorium y Un hombre en la oscuridad, y en comparación, se antoja menos metaficcional. Y al no narrar decenas de historias y centrarse en una sola, resulta un texto más intrigante en el sentido convencional, y aparentemente más equilibrada que Un hombre en la oscuridad, pero de premisa menos brillante y en cierto modo de menor interés. Invisible es una desnaturalización de las tramas del Auster juvenil mediante la introducción de sus necesidades actuales. Vuelve el narrador joven lleno de sueños, culturas y hormonas, pero introduce sus ancianos enfermos de vidas llenas de pérdidas y renuncias. La densidad de las acciones y los personajes es menor, su poder casi hipnótico más superficial. Por así decir, la aventura literaria de Walker es editar una revista literaria, algo de escaso fuste cuando uno lo compara con la realidad captada cada día a las ocho de la mañana mediante una fotografía a la puerta de un estanco de Brooklyn.
Auster puede acabar como Roth o Updike y llenar novelas consigo mismo y sus fantasmas hasta que llegue a los noventa (Dios le guarde). Tal vez éste sea el destino del ‘gran novelista norteamericano’ de éxito y reconocimiento mundiales. No parece, eso sí, que vaya a aburrirnos con rijosas historias de amor de ancianos vigoréxicos con jovencitas, pero tal vez le queden mil maneras de narrar cómo ver morir trágicamente a un familiar, deprimirse y encerrarse, y recuperarse gracias a una película, real o inventada. Sí parece que los años no le vuelven amable. Más allá de su desprecio por las nuevas tecnologías, qué decir de este final de entrevista que veo en ‘Qué leer’:
- Quizás la idea de vivir una ‘experiencia austeriana’ continuará circulando en el futuro con tanta frecuencia como ahora nos referimos a una ‘experiencia kafkiana’ ¿Qué le parecería?
- Como no sé qué tipo de experiencia es esa, no puedo responderle
Paul, cariño, tampoco hace falta ponerse borde...